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¡Pero si yo también estoy aquí -dijo Atreyu- y no me pasa nada!
-Llevas el Esplendor, señor -respondió Ártax-, y te protege.
-Entonces te colgaré el Signo -balbuceó Atreyu-. Quizá te proteja también.
Quiso ponerle la cadena alrededor del cuello.
-No -resopló el caballito-, no debes hacerlo, señor. El Pentáculo te lo han dado a ti, y no
tienes derecho a dárselo a nadie aunque quieras. Tendrás que seguir buscando sin mí.
Atreyu apretó su cara contra la quijada del caballo.
-Ártax... -susurró estranguladamente-. ¡Mi Ártax!
-¿Quieres hacer algo por mí todavía, señor? -preguntó el animal.
Atreyu asintió en silencio.
-Entonces márchate, por favor. No me gustaría que me vieras cuando llegue el último
momento. ¿Me harás ese favor?
Atreyu se puso lentamente en pie. La cabeza de su caballo estaba ahora medio
sumergida en el agua negra.
-¡Adiós, Atreyu, mi señor! -dijo Ártax-. ¡...Y gracias!
Atreyu apretó los labios. No podía decir nada. Saludó una vez más a Artax con la
cabeza y luego se dio media vuelta y se fue.

Bastián sollozó. No pudo evitarlo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía seguir
leyendo. Tuvo que sacar el pañuelo y sonarse la nariz antes de poder continuar.

Cuánto tiempo siguió vadeando, vadeando simplemente, no lo supo nunca Atreyu.
Estaba ciego y sordo. La niebla se hacía cada vez más espesa y tenía la sensación de
caminar en redondo desde hacía horas. No prestaba atención a donde ponía el pie y, sin
embargo, nunca se hundía más arriba de la rodilla. De una forma incomprensible, el
signo de la Emperatriz Infantil le mostraba el verdadero camino.
Entonces se encontró de pronto ante la falda de una montaña alta y bastante empinada.
Subió por las agrietadas rocas y trepó hasta su cumbre redonda. Al principio no se dio
cuenta de qué estaban hechas aquellas rocas. Sólo cuando llegó arriba del todo y echó
una ojeada alrededor vio que eran enormes placas de cuerno, en cuyas grietas y
hendiduras crecía el musgo.
¡Había encontrado la Montaña de Cuerno!

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