¿Cómo se llamaba ese héroe? -preguntó uno.
-Atreyu o algo parecido -dijo otro.
-¡No lo he oído en mi vida! -exclamó un tercero. Y los cuatrocientos noventa y nueve
médicos movieron preocupados la cabezEl reloj de la torré dio las diez. Bastián se asombró de lo deprisa que había pasado el
tiempo. Durante las clases, cada hora le parecía normalmente una eternidad. Abajo, en
el aula, tenían ahora Historia con el señor Droehn, un hombre delgado, casi siempre de
mal humor, a quien le gustaba especialmente poner en ridículo a Bastián delante de
todos porque no podía recordar las fechas de las batallas, los nacimientos ni los reinados
de nadie.El Mar de Hierba, situado tras los Montes de Plata, estaba a muchos, muchísimos días
de camino de la Torre de Marfil. Se trataba de una pradera que, realmente, era tan ancha
y tan grande y tan plana como el mar. Una hierba jugosa crecía en ella hasta la altura de
un hombre y, cuando el viento la acariciaba, las olas la recorrían como si fuera el
océano y murmuraba lo mismo que el agua.
El pueblo que allí vivía se llamaba «los hombres de hierba» o también «los pieles
verdes». Tenían el pelo de color negro azulado e incluso los hombres lo llevaban largo
y, a menudo, en trenzas, y su piel era de un color verde oscuro que tiraba un poco a
castaño, como el de las aceitunas. Llevaban una vida sumamente sobria, severa y dura, y
sus hijos, tanto los chicos como las chicas, eran educados en el valor, la nobleza y el
orgullo. Tenían que aprender a soportar el calor, el frío y las privaciones y poner a
prueba su arrojo. Esto era necesario porque los pieles verdes eran un pueblo de
cazadores. Todo lo que necesitaban para la vida lo fabricaban con la hierba dura y
fibrosa de las praderas o lo sacaban de los búfalos purpúreos que, en enormes rebaños,
recorrían el Mar de Hierba.
Aquellos búfalos purpúreos eran casi dos veces mayores que toros o vacas corrientes,
tenían una piel de pelo largo, brillo sedoso y color rojo púrpura, y unos cuernos
formidables, de puntas duras y afiladas como puñales. En general eran pacíficos, pero
cuando husmeaban un peligro o se sentían atacados, podían ser tan terribles como una
fuerza de la Naturaleza. Nadie se hubiera atrevido a cazar a aquellos animales, salvo los
pieles verdes... que además lo hacían sólo con arcos y flechas. Preferían la lucha
caballeresca y por eso ocurría a menudo que no era el animal sino el cazador quien
perdía la vida. Los pieles verdes querían y respetaban a los búfalos purpúreos y creían
que únicamente tenían derecho a matarlos porque estaban dispuestos a ser matados por
ellos.
La noticia de la enfermedad de la Emperatriz Infantil y de la fatalidad que amenazaba a
toda Fantasía no había llegado aún a aquellas tierras. Hacía ya mucho tiempo que
ningún viajero llegaba a los campamentos de los pieles verdes. La hierba crecía más
jugosa que nunca, los días eran claros y las noches estrelladas. Todo parecía ir bien
