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esa montaña, sino también de ella, porque se la iban comiendo poco a poco. Se
alimentaban de rocas. Afortunadamente, eran muy frugales y un solo bocado de ese
alimento, para ellos sumamente nutritivo, les bastaba para semanas y meses. Además,
no había muchos comerrocas y, por otra parte, la montaña era muy grande. Pero como
aquellos seres vivían allí desde hacía mucho tiempo -eran mucho más viejos que la
mayoría de las criaturas de Fantasía-, la montaña, con el paso de los años, había
adquirido un aspecto muy raro. Parecía un gigantesco queso de Emmental lleno de
agujeros y cavernas. Sin duda por eso la llamaban la Montaña de los Túneles.
Pero los comerrocas no sólo se alimentaban de piedra, sino que hacían de ella todo lo
que necesitaban: muebles, sombreros, zapatos, herramientas..., hasta relojes de cuco. Y
por eso no resultaba muy sorprendente que aquel comerrocas tuviera detrás una especie
de bicicleta totalmente hecha del material citado, con dos ruedas que parecían robustas
piedras de molino. En conjunto, la bicicleta parecía una apisonadora con pedales.
El segundo personaje que se sentaba a la derecha de la hoguera era un pequeño silfo
nocturno. Como mucho, era dos veces mayor que el fuego fatuo y parecía una oruga
negra como la pez, cubierta de piel, que se hubiera puesto de pie. Gesticulaba vivamente
al hablar, con sus dos diminutas manitas de color rosa, y allí donde, bajo unos pelos
negros y revueltos, debía de tener la cara, ardían dos grandes ojos, redondos como
lunas.
Silfos nocturnos, de las formas y los tamaños más variados, había en Fantasía por todas
partes y, por eso, no se podía saber a primera vista si aquél había llegado de cerca o de
lejos. De todos modos, parecía estar también de viaje, porque la montura habitual de los
silfos nocturnos -un gran murciélago- colgaba boca abajo, envuelta en sus alas como un
paraguas cerrado, de una rama situada detrás de él.
Al tercer personaje del lado izquierdo de la hoguera sólo lo descubrió el fuego fatuo al
cabo de un rato, porque era tan pequeño que, desde aquella distancia, sólo podía verse
con dificultad. Pertenecía a la especie de los diminutenses, y era un tipejo muy fino, con
un trajecito de colores y un sombrero de copa rojo en la cabeza.
Sobre los diminutenses el fuego fatuo no sabía casi nada. Sólo una vez había oído decir
que ese pueblo construía ciudades enteras en las ramas de los árboles, en las que las
casitas estaban unidas entre sí por escalerillas, escalas de cuerda v toboganes. Sin
embargo, esas gentes vivían en una parte totalmente distinta del reino sin fronteras de
Fantasía, más lejos, mucho más lejos aún que los comerrocas. Por eso era tanto más
extraño que la cabalgadura que aquel diminutense tenía a su lado fuera precisamente un
caracol. Estaba detrás de él. Sobre su concha de color rosa brillaba una sillita de montar
plateada, y también el bocado y las riendas que sujetaban sus cuernos brillaban como
hilos de plata.
El fuego fatuo se maravilló de que aquellos seres tan diversos se sentasen juntos
armoniosamente, porque por lo común, en Fantasía, no todas las especies vivían en paz
y armonía. A menudo había luchas y guerras, existían también rivalidades de siglos
entre determinadas especies, y además no sólo había criaturas buenas y honradas, sino
también rapaces, perversas y crueles. El propio fuego fatuo pertenecía a una familia a la
que podían ponerse reparos en materia de credibilidad y fiabilidad.

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