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Y aquella noche le esperaba el segundo acontecimiento que había de dar a su Gran
Búsqueda una nueva orientación.
Soñó -de forma mucho más clara que hasta entonces- con los grandes búfalos purpúreos
que había querido cazar. Esta vez estaba ante ellos sin arco ni flechas. Él se sentía muy
pequeño, pero la cabeza del gran animal cubría el cielo entero. Y oyó cómo le hablaba.
No pudo entenderlo todo, pero aproximadamente le dijo así:
«Si me hubieses matado serías ahora un cazador. Sin embargo, renunciaste a ello y por
eso puedo ayudarte ahora, Atreyu. ¡Escucha! Hay un ser en Fantasia que es más viejo
que todos los otros. Lejos, muy lejos, al norte, está el Pantano de la Tristeza. En medio
de ese pantano se alza la Montaña de Cuerno y allí vive la Vetusta Morla. ¡Busca a la
Vetusta Morla!
Entonces Atreyu se despertó.

El reloj de la torre dio las doce. Los compañeros de Bastián irían pronto a dar la última
clase en el gimnasio. Quizá jugasen hoy con aquel balón medicinal grande y pesado con
el que Bastián se daba siempre tan mala maña, por lo que ninguno de los equipos lo
quería como jugador. A veces tenían que jugar también con una pelota pequeña, dura
como una piedra, que hacía muchísimo daño cuando le daba a uno. Y a Bastián le daban
siempre y con todas las ganas, porque ofrecía un blanco fácil. Sin embargo, quizá
hubiera que hacer hoy cuerdas... un ejercicio que Bastián detestaba especialmente.
Mientras que la mayoría de los otros estaban ya arriba, él se columpiaba casi siempre
como un saco de patatas, con la cara roja como un tomate, al extremo inferior de la
cuerda, con gran regocijo de toda la clase pero sin ser capaz de trepar ni medio metro. Y
el señor Menge, el profesor de gimnasia, no escatimaba las bromas a su costa.
Bastián hubiera dado cualquier cosa por ser como Atreyu. Entonces les hubiera dado a
todos una lección.
Suspiró profundamente.

Atreyu cabalgó hacia el norte, siempre hacia el norte. Sólo se permitía y permitía a su
caballo las pausas más estrictamente necesarias para dormir y comer. Cabalgó día y
noche, con el ardor del sol y bajo la lluvia, a través de tormentas y tempestades. No vio
nada ni consultó con nadie más.
Cuanto más avanzaba hacia el norte, tanto más oscuro se hacía. Un crepúsculo gris de
plomo, siempre igual, llenaba los días. Por las noches, las auroras boreales iluminaban
el cielo.
Una mañana, en cuya turbia luz el tiempo parecía haberse detenido, vio por fin, desde
una colina, el Pantano de la Tristeza. Vapores de niebla flotaban sobre él y de ellos
surgían bosquecillos de árboles cuyos troncos se abrían por abajo en cuatro, cinco o más
zancos retorcidos, de forma que parecían grandes cangrejos, sostenidos sobre muchas
patas en el agua negra. Del follaje pardo colgaban por doquier raíces aéreas, como

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