La infancia de un niño triste

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Sus pies bajaban con rapidez los escalones, intentando hacer el menor ruido posible. Una vez abajo, miró a la segunda planta, de donde provenían un sinfín de golpes, gritos y una mujer sollozando. Corrió de puntillas hasta la puerta principal, cerrándola con sumo cuidado, aterrado de ser escuchado huyendo, sin embargo la reja exterior que separaba el pequeño patio de la calle, hizo un terrible chirrido.

Volvió su vista a la ventana que pertenecía al cuarto de sus padres y con horror le vio allí, observándole con ira y con un gesto amenazante para que entrase en casa. Corrió todo lo que sus piernas le permitían, tropezándose con las piedras de la calle, hasta que trastabilló con una y cayó de bruces al suelo.

No tardaron en llegar las risas de otros niños de aquella calle. Niños pobres de dinero y comida, pero ricos en cariño y respeto.

Se levantó observando la sangre de sus rascadas rodillas y palmas de las manos. «Ya estoy bastante lejos», pensó el pequeño herido. Caminó de forma más tranquila, retirándose las pequeñas piedras incrustadas en su piel, hasta llegar a un sucio río.

Limpiaba sus heridas con la ponzoñosa agua, puesto que en casa no era mucho mejor, mientras escuchaba reír y jugar a unos niños algo alejados. El sonido de un balón, por lo que le pareció, se hizo presente. Nunca había tenido juguetes ni le habían permitido jugar, aunque su madre siempre le hacía aviones de papel para lanzarlos cuando su padre no estaba. Así fue hasta que un día llegó antes a casa y, después de darles una paliza, cerró todas las ventanas del segundo piso con cadenas y grandes cerraduras.

Abrazó sus piernas observando una rana que se zambullía en el agua de un salto, nadando y alejándose del lugar. «Ojalá pudiera hacer eso...», suspiró. Tendría que esperar allí unas horas. Con suerte su padre estaría dormido o habría salido de casa.


Una gota de lluvia cayó sobre su cabeza, recorriendo su frente y su larga nariz. Era hora de volver a casa antes de llenarse de barro y recibir una fuerte reprimenda por ello.

Se levantó del suelo, sin ganas, deseando no tener que ir a aquella lúgubre casa a la cual no podía llamar hogar. Al parecer todos los niños habían corrido a casa para resguardarse de la lluvia y cumplir el toque de queda de sus padres, empezaba a anochecer.

Sus pies pararon frente a su destino. Saltó la reja con torpeza, no quería volver a abrirla y formar mucho ruido. Pegó su oreja a la puerta principal. Al no escuchar nada, decidió ingresar, retirándose los zapatos llenos de barro antes de ensuciar nada, aunque la limpieza no describía aquel lugar.

Vio a su madre llena de hematomas de todos los colores posibles, quien le devolvió la mirada e hizo un gesto disimulado para que se marchase a su cuarto. Seguro que esa noche tampoco tendría cena.

—¡Jamás os marcharéis de esta casa! —gritó el hombre tirado en el sucio sillón. Paró sus pasos en medio de los escalones, pensando que había sido descubierto. A los pocos segundos supo que el hombre se dirigía a su madre, por lo que continuó hasta llegar a su cuarto.


Los gritos seguían y seguían, aunque también escuchaba a su madre intentando tranquilizar la situación. Sintió su cuerpo temblar cuando escuchó los pasos de ambos pasar frente a la puerta de su habitación, pero pasaron de largo.

«Se irán a dormir», pensó. Bajó de la cama y se metió bajo ella, buscando una cajita de latón que había encontrado un día cerca del viejo molino. En ella guardaba comida cuando podía robar alguna cosa de la cocina sin que su padre se diese cuenta o cuando cogía fruta de algún árbol que no pertenecía a nadie. Vacía. No había podido comer en todo el día. Volvió a esconder la caja en su sitio y se sentó de nuevo, apoyando sus brazos y su barbilla en la pequeña repisa de la ventana que estaba situada junto al camastro. Había grandes charcos que ocultaban parte del suelo empedrado. Si conseguía salir mañana de casa, tendría que andar con cuidado para no resbalar.


Se despertó sobresaltado ante unos dolorosos zarandeos y el olor a alcohol.

—Levántate ahora mismo y arregla el patio, está hecho un desastre. —Le ordenó su padre antes de salir del cuarto.

La lluvia era mayor aún. Azotaba con rabia la ventana y no dejaba ver ni un rayo de luz. Todo estaba oscuro, aunque notaba que ya era de día.

Cogió un enorme abrigo con capucha, que por lo menos le iba tres tallas más grande, y se lo puso mientras bajaba apresurado. Lo que menos quería era hacerle enfadar.

—¿Los rosales también? —preguntó cogiendo el pomo con fuerza. No recibió respuesta alguna, así que con miedo dio algunos pasos, acercándose a la sala de estar que siempre evitaba. —Papá, ¿los rosales también?

—Qué molesto eres, Severus. ¿Es que no puedes hacer nada bien? —El hombre se masajeó las sienes, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo por mantener la calma.

Con la mirada fija al suelo, se dirigió de nuevo a la puerta. No quería decir nada más que le hiciera ganar unos azotes. Cuando abrió la puerta notó el frío que hacía. Abrochó su abrigo y se puso a retirar las malas hierbas con sus manos, clavando las uñas en la tierra si era necesario. Tenía un trabajo que hacer y sabía que serían peores las consecuencias de no realizarlo correctamente.

Cubrió algunos agujeros que se estaban llenando de agua, dejando el suelo lo más liso posible.

Llegó la peor parte cuando tuvo que ocuparse de los dos pequeños rosales que tenían, aunque a él le parecían que ya estaban muertos por dejarlos a la intemperie sin control alguno. Las espinas se clavaban en sus manos. Dolía, sin duda, pero el miedo a dejarlos en mal estado era mayor al dolor. O así lo creyó hasta que una espina se le clavó debajo de la uña, hiriendo su hiponiquio. Se llevó la otra mano a la herida, cubriendo la sangre que ya brotaba.

Abrió la puerta de casa, retirándose los zapatos y el abrigo empapado. Todo él lo estaba. Tiritaba de frío, sujetando su dedo.

—¿Mamá? —llamó sin querer entrar más allá del pequeño recibidor. No obtuvo respuesta.

Unos pasos se hicieron presentes. Tobías se asomó, apoyándose sobre el marco de la puerta, con los brazos cruzados. Vio como miraba su mano con la sangre cayendo por ella, pero al parecer no le importó.

—¿Has terminado tu trabajo? —preguntó serio.

Severus asintió inseguro. No había terminado del todo con los rosales, pero no podía decir que había parado porque se había herido. Para su padre eso era una excusa.

—Entonces vete a dar un baño. Das asco. Luego limpia todo. —dijo desapareciendo de nuevo hacia la sala de estar.

Suspiró dirigiéndose a la segunda planta, cogiendo algo de ropa limpia de su cuarto y encerrándose en el único baño de la casa. Esperó hasta que la bañera estuvo llena. Por lo menos hoy podría bañarse con agua caliente.

Sacaba la tierra de debajo de sus uñas, hasta que se topó con la herida. Hundió la mano en el agua, dejando que se limpiara. Cogió aire y cerró los ojos antes de hundirse completamente bajo el agua. «Se siente tan bien. Flotar libre...». Dejó sus brazos ondear.

Ya habían pasado unos minutos cuando unos suaves golpes hicieron eco en el baño.

—Severus, es hora de cenar. —dijo su madre con voz dulce.

—Ya voy, mamá. —contestó saliendo de la bañera y secándose. Volvió a mirar su herida. Mañana intentaría salir para coger algo de aloe vera del bosque.

Bajó las escaleras, observando que todo estaba limpio, probablemente su madre ya había recogido su abrigo y había limpiado sus zapatos. Su padre ya estaba sentado en la mesa, mientras ocultaba su rostro en un gran periódico muggle. Tomó asiento en unos laterales de la mesa, frente a su madre, que aún revolvía el guiso que comerían esa noche. Esa sería una cena tensa.

La rivalidad que crea la atracciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora