CAPÍTULO ESPECIAL: Franco Moretti

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FRANCO MORETTI

Siempre tuve claras mis ideas, pensamientos, ideales y sentimientos. Nunca existió un momento en mi vida en el cual dudara de algo. Sabía cuál era mi nombre, estatus, deberes y trabajo.

Desde el inicio fue de aquella manera, desde el principio supe quién era y cual era mi deber en este mundo. Pues, para mí, no existe una razón más profunda para mi existencia. Mi nombre, mi apellido, fueron maldecidos desde el día de mi nacimiento. Como si el solo hecho de existir fuera un pecado, una maldición, con la que debía vivir y cargar el resto de mi vida.

¿Cómo nos llamaban? Ah, ya lo recordé.

Los bastardos de Italia, los hijos ilegítimos del gran ministro y las pestilencias salidas de una prostituta barata: Aquellos fueron los apodos que nos dieron desde el primer respiro que tomamos en este mundo. No éramos nada ante los ojos de todos, no valíamos nada.

Fuimos la escoria que nadie quería recoger.

Desde que tengo memoria he escuchado como mi vida no vale una mierda. Era algo repetitivo en aquellos días. También, irónicamente, la mujer que nos dio la vida, fue la que más nos odió.

La única razón de nuestra existencia, para ella, no era nada más que mera conveniencia, algo así como un objeto utilizable. Éramos su única unión económica e irrompible con nuestro padre. Y, aunque quisiera desasearse de nosotros, no lo hacía por sus propios caprichos.

Nunca me detuve a preguntarle al mundo por qué mi vida era de esa manera. Nunca lo dudé. Solo viví mi vida hasta que me di cuenta que en realidad jamás lo he hecho. Solo había sobrevivido, de la mano con Tara.

Con un padre que no existía, lo único que veíamos de él era su mugriento dinero. Unos hermanos que se esforzaban en repetirnos mil veces que no valíamos nada por nacer de una trabajadora sexual. Y una madre, que, a pesar de siempre proveernos un techo, nos detestaba con todo su ser.

Recuerdo claramente como distintos hombres entraban por la puerta de nuestra casa directo a la habitación de mamá. No logré entenderlo, no podía entender nada de lo que vivía, pero nunca le pregunté o cuestioné nada a mi madre.

Tara, muy por el contrario, siempre fue más curiosa en estos casos y más de una vez la salvé de las brutales golpizas que nuestra madre nos daba cuando estaba ebria. Esa era la forma en la cual ella nos demostrarnos sus sentimientos; con violencia y la forma en la que nuestro nos demostraba algo era con dinero para comer.

Nunca pude ser realmente un niño, no disfruté de mi infancia. Me convertí en un adulto en cuanto dije mi primera palabra y ha sido de esa forma hasta el día de hoy.

Irónicamente, nuestro padre, el hombre ausente, nos enseñó a Tara y a mí que la familia era algo sagrado que debía protegerse, respetarse y cuidarse. Con solo seis años entendimos que, en aquella lógica suya, nosotros no existíamos.

Llamamos madre a una alcohólica, violenta y abusiva mujer. Llamamos padre a un ausente, frío e indiferente hombre. Y llamamos hermanos a unos despiadados, crueles y malcriados niños.

¿Era aquello una familia realmente? No fue necesario hacernos esa pregunta más de una vez para entender cuál era la cruda respuesta para nosotros.

Aunque algo debieron haber hecho bien, al menos podemos rescatar la enseñanza de la familia y los principios de esta. Fue lo único que tomamos y agradecemos de su crianza, si realmente podemos llamarla de esa forma.

Carecíamos de una familia, pero teníamos la teoría.

Hasta los diez años solo fuimos Tara y yo. Cuando la esposa de nuestro padre trató de asesinarnos, nos dimos cuenta que de la misma manera en la que habíamos sobrevivido, debíamos seguir haciéndolo, pero muy lejos de ese lugar al que llamábamos "hogar".

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