CAPÍTULO 57

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OTROS OJOS

HEAVEN

Hay momentos que marcan un antes y un después en la vida de una persona. Momentos en los que todo se torna de una perspectiva diferente. Momentos en los que las cosas se muestran de manera inesperada frente a ti.

Cosas, personas, momentos, emociones, sensaciones, pensamientos se tornan diferentes.

En ese preciso momento, en el que algo cambió dentro de ti mismo, realmente no sabes que algo se volvió diferente. No tienes ni la más remota idea que las cosas comenzaron a cambiar, solo te queda apreciar como todo va tornándose de una manera no antes vista.

Pueden que pasen años, meses, días, horas y, hasta, segundos para mirar con otros ojos lo que sucede a tu alrededor. Algo que antes era de cierta forma, no lo es más. Algo que mirabas, percibías y sentías de una forma determinada ya no logras percibirlo de la misma.

Siempre rondó en mi mente esa pregunta, desde esa noche en la cual lo perdí todo, comencé a preguntarme; ¿cómo es posible que algo pueda cambiar tan fácil sin reparo alguno? ¿Qué algo desaparezca en menos de un instante, menos de un parpadeo? ¿Qué todo se torne tan impredecible en cada momento?

Las personas, las relaciones, las emociones y la vida misma lo son: impredecibles. A mis ojos todo es momentáneo.

Nada es por y para siempre, de hecho, la misma palabra contradice a la existencia del ser humano, quien la promete sin dudar millones de veces. La eternidad y la vida son dos términos incompatibles, pero que, por alguna razón, siempre se busca juntar.

La vida es solo un instante para la eternidad. Lo que para nosotros es toda una vida, para las estrellas es solo un insignificante instante en la galaxia, compuesta por miles de instantes más.

Mamá solía contarme, antes de ir a dormir, que las estrellas susurraban entre ellas que los fugases éramos nosotros, más ellas no.

No lograba entenderlo cuando era pequeña, cuando le preguntaba a mamá por qué las estrellas decían eso sobre nosotros, sin entender realmente la profundidad de sus dichos. No lo comprendía y esa era la magia de ser una niña, la magia de ver al mundo en base a la inocencia y ternura, no como realmente es.

Cuando descubrí la realidad que me rodeaba, carente de colores, amabilidad y brillo, entendí porque mamá usaba a las estrellas como metáfora para hablarme de lo impredecible, triste e incorregible que podía llegar a ser la vida.

Lo más difícil de recordar esos momentos es que hoy puedo entender las razones que ella tuvo para, de alguna forma, prepararme para la vida que me esperaba. Como si siempre supiera que, a pesar de lo firme que se pudiera ver la vida, nada era certero, seguro y duradero.

Su perdida fue la mejor prueba de ello, esto solo fue el inicio para mí. El inicio de una seguidilla de cambios que me tocaría experimentar.

¿Cuándo las cosas en mi vida comenzaron a cambiar, otra vez, para mí? No tengo una respuesta clara. Solo sé que, en estos precisos instantes, la respuesta que mi cuerpo arroja a la situación frente a mis ojos no es la misma respuesta que habría tenido en el pasado, unos meses atrás.

No, en definitiva, no lo es.

Mi cuerpo sufre un estado de pánico horrible, uno cercano a lo que sentí cuando vi los cuerpos sin vida de mis padres frente a mí hace siete años.

Me siento completamente paralizada, en un estado cercano al shock, sin lograr entender lo que está sucediendo a mi alrededor, ni porqué él está tirado entre mis brazos, inconsciente, débil y sangrando.

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