Capítulo 1

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Odio los cambios.

Odio a las personas.

Odio este maldito saco de box que estoy golpeando, imaginando que es mi puta vida miserable que no para de ahogarme. Apenas un año y cuatro meses, solo un año y cuatro meses tuve de paz... y ahora nuevamente me estoy mudando, estoy «empezando de cero».

Golpeo con más fuerza el saco, haciendo que mis brazos vibren en cada impacto. El dolor casi no existe, será por la costumbre o porque me importa un bledo lastimarme. He terminado peor que con simples raspones en las manos.

—¡Oye, amigo, ya para!

Me detengo en seco para girarme. La chica que me gritó retrocede, asustada. Me doy cuenta de que estoy en posición de pelea, por lo que enseguida bajo los brazos. Eso parece calmarla.

Me fijo que a mi alrededor ya no hay nadie en el gimnasio, todo está vacío a excepción de nosotros dos. Si no mal recuerdo, ella es la dueña del lugar.

—Perdona por gritarte —continúa—, pero no me escuchabas. Y necesitaba preservar ese saco de boxeo. Parecía que lo ibas a romper en cualquier momento.

—Tal vez —contesto con voz seca.

—Ya mismo dan las ocho de la noche. Deberías marcharte como el resto, por eso del toque de queda y el loco del pueblo.

Dejo escapar un suspiro y asiento. Ella regresa a ordenar las máquinas mientras agarro mis cosas para ir a la ducha.

Es increíble que no pueda disfrutar la noche del domingo antes de la escuela. ¿Y todo por qué? Porque alguien estúpido anda dejando notas asesinas en las puertas de las casas. Por ello, nadie puede salir después de las ocho de la noche, según la policía, para atrapar a quien ande merodeando. Al autor o autora lo llaman el Emisario.

El toque de queda es una total burrada, si me preguntasen, ya que nadie ha muerto en el mes desde que empezaron a aparecer las notas. Por suerte, yo solo he lidiado con el puto toque de queda desde hace tres días que me mudé aquí.

Tomo la ducha con total libertad, algo que siempre hago, pero ahora se siente raro. No hay miradas curiosas hacia mí, no hay gente admirándome ni prestando atención a los tatuajes de mi cuerpo. Aquello era usual en el gimnasio de mi antigua ciudad Andalucrés.

Me visto con brevedad para limpiar el vaho del espejo y mirarme. Alboroto mi cabello rubio hasta dejarlo como me gusta, cayendo por la frente y un poco por los lados. Observo mi rostro adormilado, lo cual es una clara señal para darme una dosis de alcohol o tabaco bien merecido por tanta tortura. Y, ahora que lo pienso, no he consumido en más de un día.

—Buenas noches —me dice la chica cuando salgo del gimnasio.

¿Solo eso? ¿Ni un halago o algo? Está claro que aquí no tienen buenos gustos. Normalmente me dicen algo sobre mi apariencia o mis ojos. «Tiene ojos de otro mundo», es lo que escucho normalmente. No los culpo. Mis ojos son poco usuales: heterocromía. Mi ojo izquierdo es marrón oscuro, mientras que el derecho es verde. Eso combinado con todo de mí, pues qué decir, soy un gran partido.

Me coloco mi abrigo al sentir el frío del invierno. En mi teléfono marcan las siete en punto. Respiro una vez más y camino al estacionamiento, tratando de controlar mis ganas de huir de este pueblo de cuarta. Si lo hiciera, Rafael, mi tío, de seguro me perseguiría con su auto hasta traerme de vuelta. Rafael es un fastidio cuando quiere, como en el tema de la mudanza. El muy sensible no aguantó verme semidesnudo con otro chico en el sofá de la antigua casa, y decidió que lo mejor sería «empezar de cero».

Veo a mi tío recargado en el capó. Levanta su mano para saludarme, demasiado alegre para mi gusto. Todavía conserva ese gusto por la vida, una vida libre de estrés, al parecer. Por ello no tiene canas en su cabello castaño, ni demuestra ganas de morirse en sus ojos verdes. Su altura —cinco centímetros más que mí— y cuerpo robusto, conjuntamente con su aspecto, le quitan bastantes años de encima.

Máscara FragmentadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora