Epílogo

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Estamos en esa transición al otoño, finalizando las vacaciones de verano. El día es cálido sin ser sofocante y sin ser helado. Las nubes están en ese punto perfecto de sombra que no oscurece la ciudad, solo le da un respiro.

Mientras camino despreocupado cargando la arcilla, voy pateando las hojas de los caídas y evitando las líneas de la acera cual crío de prescolar. Supongo que eso pasa a los veinticuatro años, uno quiere recordar la infancia y los momentos en los que fuimos felices con simples cosas. Aunque yo no fui feliz en la infancia, creo que eso ha quedado claro. Simplemente estoy feliz por este día. Es raro.

—¡A este paso van a quebrar! —grita un chico castaño tras cerrar la puerta del local del que sale. Casi choca conmigo. Esa es la excusa perfecta para invadir mi espacio personal y comerme con la mirada.

—¿Qué pasó esta vez? —le pregunto.

—Esa chica es una gruñona. Eso pasó. Aunque, vale la pena soportarla por verte un rato.

Ay, no.

—Sí, ella es así. —Le esquivo y abro la puerta del local del que acaba de salir.

—¿Estás libre el sába...

Le cierro la puerta y finjo no escuchar lo demás. No sé de dónde pero me apareció ese intenso que, por más que le digo que no quiero nada con él, continúa insistiendo. Solo porque ya pueden denunciarme oficialmente por agresión no le he pegado un buen golpe.

El Rincón Artístico, ¿en qué le puedo ayudar? —pregunta con aburrimiento la chica pelinegra de cabello corto al otro lado del mostrador, que está sentada en una silla, leyendo un cómic y no presta atención a nada.

—Te dejo en mi tienda para que atiendas a los clientes, no para que los espantes.

Ingrid baja el cómic, se pone de pie y se acerca a la caja, fingiendo que aquí no ha pasado nada.

A veces me pregunto por qué le pido ayuda en mi negocio. Ah, sí, porque es mi mejor amiga y no tiene empleo, de nuevo. Dice que no consigue uno, pero la realidad es que lo abandona todo a la semana.

En los seis años que la conozco, no ha cambiado para nada. Su estilo gótico que no pega con los cómics lo ha mantenido desde entonces, además de su personalidad desinteresada por la vida.

Sus ojos azules fingen alegría.

—¿Disfrutaste el paseo? —inquiere.

—No fue un paseo. Fui a comprar arcilla.

Avanzo hacia el mostrador con la arcilla en manos. Observo todas figuras de cerámica en las estanterías, desde pequeños cuencos hasta enormes esculturas. También hay un par de plantas, cortesía de Elías, para darle «un poco más de vida». Por más que me cueste admitirlo, la mezcla entre la cerámica y el verdor de la vegetación le dan un estilo minimalista y original, iluminado grácilmente por los grandes ventanales que atraen la atención del público. Es como un invernadero combinado con arcilla.

Todavía se me hace increíble que esto lo haya conseguido yo.

Parece que hubiera sido ayer que llegué a Ekaville y tuve que aguantar la emoción de Elías y el análisis de Ingrid, su mejor amiga y la mala cajera que tengo de vez en cuando.

Asiento la arcilla en el mostrador para descansar mis brazos.

—¿Otra escultura de tamaño humano? —me pregunta, olisqueando la arcilla, una costumbre suya.

—Tal vez. No sé muy bien qué hacer.

—Siempre dices eso y terminas haciendo algo increíble.

Algo increíble que me costó un año aprender. Tras acabar el colegio, estuve un año aprendiendo de cerámica y sus derivados, técnicas de color y diferentes estrategias artísticas, mientras lidiaba con los juicios del puto fiscal de Andalucrés. Con eso empecé a crear y crear solo por diversión mientras trabajaba en lo que encontrase. Hasta que mi cuarto se llenó y no había espacio para nada. Rafael me sugirió entonces venderlo por internet y allí explotó la cosa.

Máscara FragmentadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora