Capítulo 38

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Estos días la nieve ha cesado un poco, despejando el cielo por momentos en las mañanas y en las tardes para las puestas de sol. A mediados de febrero como que el invierno va bajando, pues falta ya solo un mes para que llegue la primavera. Y el estar a mediados de febrero significa que el mundo se regodea por una fecha asquerosa, melosa, espantosa, todos los adjetivos terminados en oso.

Aunque al menos esta fecha se ve un poco manchada por la entrega de trabajos extras a los profesores que sí nos dieron uno, cosa a la que vengo, a pesar de que preferiría quedarme en casa y descansar, pues aún duele un poco los golpes y heridas. Por fortuna, ayer, después de que Aster se fuera a su casa con la carpeta en mano, me dediqué a buscar alguien que me hiciera el trabajo de Química. No fue tan difícil. Con palabras halagadoras —y un poco de dinero— una chica me mandó fotos de su trabajo, de las que solo tuve que copiar y modificar algunas cosas en mis hojas.

Collins recibe todos los trabajos sin hacer pregunta alguna. Mejor para mí. Busco a Aster en medio de todo el montón, pero no hay rastro de él. Salgo enseguida del instituto para rodearme de todo un montón de azúcar en la calle. Los locales están adornados de colores rojos y rosados, con puro corazón y un bebé en pañales, lo típico por San Valentín. Lo otro típico es la gente entusiasmada por ello, comprando cosas, haciendo reservaciones, incluso si estamos en pleno lunes. Faltando poco para llegar a mi casa, veo a Maddie cruzar la calle, cargando un pocotón de rosas que va entregando a quienquiera que se le cruce en el camino.

—¡Feliz San Valentín! —exclama la pequeña rubia, ofreciéndome una rosa. Intento ignorarla, pero la muy insistente comienza a seguirme—. Las rosas no se rechazan. Pueden estar sobrevaloradas, pero siguen siendo unas flores hermosas.

Me detengo antes de abrir la puerta de mi casa y me giro.

—Bien. Si recibo tu rosa, ¿me dejas en paz?

—No.

Estira su brazo con la rosa en mano, sonriendo. La recibo, conteniendo mis ganas de aplastar la maldita flor, todo con tal de no romper sus ilusiones de infante. Maddie observa mis manos, y algo nace en ella, lo noto en su brillo de los ojos.

—¿Puedo pintar tus uñas?

—No.

—Pero se ven fatal a medio pintar, a menos que sea tu gusto personal, cosa que no porque te he visto bien prolijo en ese sentido. Déjame hacerlo, porfis, así te verás perfecto para tu cita de esta noche.

—¿Cita? —le pregunto. Esta niña se inventa cada cosa.

—Ah, pensé que tendrías alguna clase de cita con Aster, considerando la fecha de hoy.

La fecha de hoy. Pensar en ello me hace recordar lo de hace tres años. La cama de Elías cubierta de pétalos de rosas (porque era su flor favorita); una caja con golosinas, una carta —escrita por mi yo baboso— y dos camisetas blancas con aguates (o paltas) sublimadas en ellas, la una sin la semilla y la otra con la semilla. Era mi época oscura, daba cringe, demasiado, tanto que quiero patearme a mí mismo.

—¿Pero puedo? —Junta como puede sus manos para pedirlo—. Con Naomi fuera de la ciudad, Hadley es la única que conozco que se pinta las uñas.

Lo haré por caridad. Y ya de paso aprovecho su trabajo pues no he tenido tiempo de retocar el pintado.

—Está bien.

—Ahora regreso.

Ella sale de volada para su casa, casi que tumbando la puerta. A veces creo que tengo la tendencia de atraer gente rara. Maddie sale de su casa un minuto más tarde, ya sin las rosas, solo con una cartuchera azul. Esta niña sí que se toma en serio lo de pintar uñas. Le hago pasar a la sala y nos sentamos en el sofá. Dejo la rosa a un lado. Abre su cartuchera en la que tiene un montón de pintauñas y pinceles especializados de todos los tamaños.

Máscara FragmentadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora