Capítulo 39

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Se me encoge la garganta al mantener la mirada puesta en los ojos sagaces de la mujer delante de mí. La mueca en sus labios se va extinguiendo hasta que toda su expresión queda en una seriedad casi perturbadora.

El aire se me queda atascado en los pulmones. Por un lado quiero preguntarle por qué me está diciendo esto, y por otro me da terror escuchar su respuesta, así que actúo desde mi cobardía.

—Me voy —musito, nerviosa.

En medio de las emociones tan abrumadoras que están a un paso de aplastarme consigo levántame, lo hago con tal brusquedad que olvido por completo la libreta que reposa en mi regazo, esta cae al piso con un golpe seco y el lapicero dentro de ella sale disparado, rodando en el piso. No me da tiempo de inclinarme para recoger lo que ha caído cuando la mujer

—Querida niñita, ¿en serio nunca te has preguntado por qué no te pareces a ninguno de los que dicen ser tus familiares?

Es aquí que una corriente helada me recorre de pies a cabeza, erizando cada fibra de mi ser. Y es que la pregunta que deja concentrada en medio de las dos, es una que me he hecho en más de una ocasión. Sin embargo, cada vez que esa pregunta me asaltaba, prefería pensar que mi apariencia física había sido fruto de algún pariente lejano que no había conocido, o de un abuelo o una abuela muerta.

Sin embargo, nunca antes me había planteado la posibilidad de no compartir lazos sanguíneos con los que, hasta el día de hoy, he considerado mis padres. Todo esto es tan opresivo que ni siquiera con la duda latente en mi interior puedo imaginar que la mujer encerrada en su oficina, ahogándose en alcohol y pastillas no sea mi madre.

Las palabras se evaporan antes de alcanzarme los labios. Finjo no escucharla, con movimientos torpes, precipitados por la urgencia que tengo de salir de aquí, recojo el cuaderno. Mis dedos tiemblan hasta que los afianzo al contra el cuaderno.

—Tengo que... irme —insisto, estrangulada por la confusión.

Me enderezo y me pego el cuaderno en el pecho. Mis ojos se vuelven a encontrar con los de la anciana, nos quedamos viendo por unos cortos segundos antes de que una tos rompa desde el fondo de su garganta. Tose una, dos, tres veces. Aprovecho esto para alargar la mano que tengo libre al bolso a un lado de mis pies, me ajusto la tira en el hombro y camino a la puerta solo escuchando la tos que se sigue filtrando en el silencio.

Mis piernas me ordenan que salga de esta casa lo más rápido que pueda, pero, ya con la mano puesta en la perilla de la puerta, el corazón me obliga a detenerme y lanzar una última mirada a la mujer. Como puede, recobra la postura de su delgado cuerpo, luego ya con los ojos nublados por lágrimas que le ha sacado la tos, se lleva una mano al pecho y me devuelve la mirada. Entonces, hace una leve afirmación con la cabeza.

—Cuando quieras puedes venir a terminar tu trabajo —habla, el tono le cambia por completo, sonando ahora amable y hasta afectuosa. Se aclara la garganta y añade: — Te esperaré con un café.

No respondo nada. Giro la perilla y sin mirar atrás, salgo de la casa. El sonido que hace la puerta detrás de mí me resuena en los oídos. El corazón me late con violencia en el pecho mientras que mis pasos pocos precisos se apresuran a bajar los tres peldaños de la entrada de la casa.

«Querida niñita, ¿en serio nunca te has preguntado por qué no te pareces a ninguno de los que dicen ser tus familiares?», sus palabras me persiguen aún y cuando me voy alejando.

El viento gélido de la tarde me da en la cara e intento aspirarlo para así calmarme, pero no lo hace. A mi alrededor el mundo sigue girando indiferente: nubes cubriendo el cielo, aromas provenientes de las casas enredándose con el viento, pájaros volando a sus nidos y yo, yo no me siento ajena a todo.

No acercarse a DarekDonde viven las historias. Descúbrelo ahora