Steiner

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Narrado por Darek Steiner:

Pasado...

Steiner.

Así me llamaban las maestras, los niños que estudiaban conmigo y papá. También me llamaban "rarito" "problemático" y "bestia". Nadie quería juntarse conmigo y es que era pésimo como alumno, llevaba el uniforme sucio y nunca tenía merienda.

Anduve solo durante largos años de estudios y las maestras no me querían debido a que siempre decían que era muy violento para mi edad. Ahora lo entiendo, pero en ese momento no.

Mordisqueaba el lápiz, con la mirada fija en el pizarrón, sin escribir ni una sola letra.

—¡Steiner! —me llamó fuerte la maestra y algo en su voz me recordó a papá cuando se enojaba, así que me sobresalte ligeramente —¡Steiner, pase al frente!

Dejé el lápiz a un lado y me paré mientras enrollaba la corbata entre mis dedos. Fui al frente, pero la maestra sabía que no iba a poder resolver el ejercicio que tenía enfrente, ella lo sabía porque el último examen lo había reprobado. Quizás si hubiera preguntado le hubiese podido responder que no pude concentrarme por el dolor que me hervía en la espalda a causa de los azotes que había recibido la noche anterior. Por desgracia ella no preguntó, nadie lo hizo.

Estuve enfrente del pizarrón por segundo, minutos u hora, cuando eres niño el tiempo no es importante, lo que sí fue importante fueron los murmullos a mis espaldas que me hicieron morderme el labio inferior. Todos cargaban un poco de las palabras que me decía papá y mamá:

«Es un bruto»

«¿Cómo no va a saber eso?»

«Nunca sabe nada»

—¡Steiner! —repitió la maestra y en cuanto la volteé a ver vi la ferocidad que brillaba en los ojos de mamá al decir que no era bueno para nada. —Steiner, vuelve a tu pupitre, no has mejorado.

Ese día, con siete años, aprendí a odiar a todos los maestros que se ensañaban con los Steiner, que nunca preguntaron cómo estaba o si algo dolía.

Fui a mi asiento, justo como ella me lo pidió. Me senté y las lágrimas me humedecieron los ojos. Ojalá alguien me hubiese escuchado en ese momento, porque ese día quise explotar por todo lo que tenía que decir. Ojalá alguien me hubiese acariciado el pelo, porque en ese día me moría por ser consolado. Ojalá alguien me hubiese limpiado la sangre que salía de los pliegues de mis dedos de tanto morderme las uñas, porque ese día deseaba ser curado. Nadie hizo nada de eso, pero algo pasó.

Un siseo me hizo girar la cabeza y la vi a ella: la niña que me sonreía. Con una sonrisa se tocó el primer botón de su camisa y señaló la mía.

—Abrocha tus botones —susurró, rodeándose la boca con ambas manos.

Me limpié las gotas de los ojos con el dorso de la mano, miré los botones desabrochados y los abroché. De alguna manera sentí que al abrochar esos botones también abotonaba algunos ojales de mi propia alma. 

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