II

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Ana

Al llegar a casa con mi hermano pequeño, el ambiente familiar de nuestra pequeña vivienda me recibió como siempre. La puerta chirrió un poco al cerrarse, un recordatorio constante de la antigüedad de este lugar, y el estrecho vestíbulo parecía apenas grande suficiente para acomodar nuestras mochilas y abrigos. Con 20 años, mi vida estaba marcada por una rutina que parecía no tener fin, y esa tarde no era diferente.

-Vete a tu habitación y empieza con los deberes, ¿vale?-le dije a mi hermano con la misma mezcla de cansancio y cariño que solía usar. Su pequeño rostro se iluminó con una sonrisa antes de dirigirse corriendo hacia su habitación, un espacio diminuto al final del pasillo que compartía con un par de juguetes y una cama que era prácticamente su mundo entero. A veces me preguntaba cómo podía encontrar consuelo en ese pequeño rincón mientras yo, en el mismo momento, me sentía atrapada en un torbellino de responsabilidades.

Suspiré y me dirigí a la sala de estar. La casa, aunque modesta, estaba decorada con una mezcla de muebles desgastados y recuerdos familiares. Era pequeña, pero suficiente para nosotros, si no fuera por la constante sensación de que no alcanzábamos a mantener todo en orden. Mi mirada se dirigió hacia el sofá, donde yacía mi padrastro, completamente dormido y con un leve ronquido que me indicaba que el día había sido largo para él también. Sus manos colgaban inertes a los costados del sofá, y la mesa frente a él estaba cubierta de botellas de cerveza vacías, algunas incluso se habían derramado, formando charcos pegajosos en el suelo.

Me incliné sobre la mesa y empecé a recoger las botellas con una resignación que ya me era familiar. Cada botella, cada mancha en la mesa, parecía ser un recordatorio de que, a pesar de todo el esfuerzo que ponía en mantener la casa en pie, la carga siempre parecía estar más allá de lo que podía controlar. Me agaché para limpiar las manchas, el olor a cerveza y el esfuerzo físico me hacían sentir cada vez más agotada. Mientras trabajaba, me preguntaba si algún día podría encontrar un momento para mí, un respiro en medio de la vorágine de trabajo y responsabilidades.

Con solo 20 años, me había visto obligada a asumir una carga que normalmente recaería sobre alguien mucho mayor. Trabajaba en dos empleos para mantener a mi familia. Durante el día, estaba en un bar de barrio, sirviendo mesas y atendiendo clientes que a menudo no entendían el peso que llevaba a mis espaldas. Por las noches, trabajaba en la bolera del pueblo, donde las largas horas a menudo se convertían en interminables. A veces, mientras servía café o entregaba zapatos de bolos a clientes, sentía que el tiempo se deslizaba entre mis dedos, dejando poco espacio para descansar o pensar en algo que no fuera cómo hacer que el dinero alcanzara.

La carga emocional también era abrumadora. Cada decisión, desde pagar la factura del gas hasta asegurarme de que mi hermano tuviera comida suficiente, recaía sobre mí. A menudo me encontraba haciendo malabares con las cuentas y tratando de resolver problemas que, a menudo, parecían insuperables. Cada día parecía ser una repetición del anterior, con muy pocos momentos de alivio.

Mientras recogía las últimas botellas, mi mente viajaba a la rutina diaria que se había convertido en una segunda piel. La combinación de dos trabajos, el cuidado de mi hermano, y las interminables tareas del hogar me dejaban sin tiempo para mí misma. A veces, me encontraba en el sofá, exhausta y sola, preguntándome cómo habíamos llegado a este punto y si alguna vez encontraría una forma de mejorar nuestra situación.

Finalmente, cuando terminé de limpiar la sala, me senté en el borde del sofá, mirando el desorden con una mezcla de tristeza y determinación. Aunque mi padrastro aún dormía, sabiendo que su presencia y sus problemas también contribuían a la carga que llevaba, sentí una extraña mezcla de compasión y frustración. No era fácil ser responsable de todo a una edad tan temprana, pero no había otra opción. El peso de las responsabilidades era una constante, y cada día tenía que enfrentarla con la esperanza de que algún día, la vida nos daría un respiro.

Me levanté, estiré mis brazos y me dirigí a la cocina, donde prepararía algo de comida rápida para mi hermano y para mí. Mientras cocinaba, me preguntaba cómo sería el futuro. A veces, la idea de una vida mejor parecía un sueño lejano, pero seguía adelante, aferrándome a la esperanza de que las cosas pudieran cambiar algún día. Por ahora, solo me quedaba enfrentar el presente y continuar con la rutina diaria, con la certeza de que, aunque el camino era arduo, seguiría luchando por nosotros.

Cuando terminamos de comer, y mi hermano ya estaba ocupado con sus deberes, me apresuré a recoger la cocina. El tiempo era escaso y no podía permitirme perder un minuto. Sabía que tenía que dejar la casa en orden antes de salir. Finalmente, con la cocina limpia y mi hermano en su habitación, me dirigí a la bicicleta que había estado estacionada en el pequeño rincón junto a la puerta.

Me subí a la bici, ajusté el manillar y me puse en marcha. El cielo ya comenzaba a oscurecer y la brisa fría me golpeaba la cara mientras pedaleaba con rapidez hacia el hospital. Había una sensación de urgencia en cada pedalada, sabiendo que mi tiempo allí era limitado antes de tener que empezar mi turno nocturno en la tienda de conveniencia.

Llegué al hospital y estacioné mi bicicleta en el soporte habitual. El edificio parecía aún más imponente y frío en la noche. Me dirigí al ala de cardiología, donde mi madre estaba ingresada. La enfermedad de su corazón había empeorado y, aunque los médicos intentaban estabilizarla, cada visita era una batalla constante. La situación se había vuelto crítica y la preocupación que sentía era casi abrumadora.

Me recibieron en la sala de espera con una sonrisa amable, aunque la preocupación en los rostros de los médicos y enfermeras no pasaba desapercibida. Me dirigí a la habitación de mi madre, donde encontré a la enfermera revisando los equipos médicos. Mi madre estaba en la cama, conectada a una serie de monitores que emitían pitidos rítmicos, cada uno una medida de su vida frágil.

Me acerqué a su cama, tomé su mano y la acaricié con suavidad. Ella abrió los ojos lentamente, susurrando mi nombre con un esfuerzo evidente. La tristeza en sus ojos me rompió el corazón, pero traté de sonreír para darle ánimos. Aunque su voz era débil, sus manos aún apretaban las mías con la misma fuerza y amor de siempre.

Pasé un rato hablando con ella, intentando compartir algo de normalidad en medio de la adversidad. Le conté sobre el día de mi hermano, sobre cómo había podido conocer a sus ídolos,que ahora estaba centrado haciendo los deberes y cómo había estado tratando de mantener todo en orden. Mi madre escuchaba atentamente, aunque estaba visiblemente cansada. Cada palabra que compartía con ella era una mezcla de esperanza y dolor, una forma de mantenernos conectadas en medio de la tormenta.

Las horas pasaban lentamente, y el reloj en la pared parecía marcar cada segundo con una paciencia cruel. Finalmente, tuve que prepararme para irme a trabajar. Me levanté de la silla con un suspiro de resignación, besé a mi madre en la frente y le prometí que volvería en cuanto pudiera. Le aseguré que todo estaría bien, aunque el nudo en mi garganta casi me impedía hablar.

Salí del hospital y regresé a mi amada bicicleta, la cual era mi única forma de moverme de una forma "segura" por las calles. La noche ya había caído por completo, y las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos mientras pedaleaba de regreso hacia la bolera. Cada movimiento de mi bicicleta era un recordatorio del día agotador que había tenido y de las horas que me esperaban. A pesar de mi cansancio, me obligué a mantener el ritmo, sabiendo que el turno nocturno era una responsabilidad ineludible.

Llegué a la bolera justo a tiempo para comenzar mi turno. La rutina era familiar, aunque agotadora, y traté de sumergirme en el trabajo para distraerme de las preocupaciones que había dejado atrás en el hospital. Cada grupo que entraba en el establecimiento era un recordatorio de la vida que seguía, mientras yo intentaba mantener la fachada de normalidad en medio de un mundo que parecía cada vez más difícil de manejar.

A lo largo de la noche, mi mente seguía volviendo a mi madre y a mi hermano, a la casa que había dejado atrás y a la vida que trataba de mantener a flote. Aunque el trabajo era duro y la situación era complicada, sabía que debía seguir adelante, con la esperanza de que algún día todo esto fuera solo un recuerdo lejano.
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Pues ya sabemos un poco de Ana☹️

Al parecer ella ni siquiera se ha fijado en Jana, ya veremos qué pasa😬

𝐍𝐎𝐓 𝐄𝐍𝐎𝐔𝐆𝐇-𝐉𝐚𝐧𝐚 𝐅𝐞𝐫𝐧á𝐧𝐝𝐞𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora