XXII

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El sol empezaba a ponerse cuando finalmente escuché el sonido del timbre. Mi corazón dio un vuelco al escucharlo. Sabía que esta tarde sería difícil, que tendría que mantener un secreto que me estaba desgarrando por dentro, pero también sabía que Ana necesitaba un respiro, un momento de tranquilidad. Abrí para recibirla, intentando esconder la ansiedad que me acompañaba desde la visita al hospital.

Cuando abrí Ana se lanzó a mis brazos con cariño y yo le devolví el abrazó con la misma fuerza.

-No sabes lo feliz que estoy de verte-Murmuró aún abrazada a mí.

Su entusiasmo era contagioso, pero al mismo tiempo, sentí una punzada en el pecho. Sabía que detrás de esa alegría se escondía una verdad que aún no podía compartir con ella. Me aferré a ella en ese abrazo, deseando poder detener el tiempo, evitar que la realidad nos alcanzara.

—Yo también estoy feliz de verte, Ana —le dije, forzando una sonrisa mientras la soltaba.

Entramos a mi casa, y aunque intenté actuar con normalidad, no podía dejar de pensar en la conversación que había tenido con su madre. Las palabras de ella resonaban en mi cabeza, recordándome la gravedad de la situación. Pero no podía permitir que Ana lo notara, no quería arruinar este momento para ella. Sabía que había sido un día largo y difícil, y si podía hacer que olvidara sus preocupaciones aunque fuera por unas horas, lo haría.

Nos acomodamos en el sofá, y Ana se dejó caer con un suspiro de alivio. Parecía más relajada, más tranquila, y supe que estaba a punto de compartir algo importante conmigo.

—No sabes lo preocupada que estaba esta mañana —empezó a decir, mirándome con una sonrisa radiante—. Pero ahora todo está bien. Los médicos dicen que todo fue un susto.

Sus palabras cayeron sobre mí como una losa. Sentí una oleada de dolor y culpabilidad al escucharla hablar con tanta alegría, sabiendo que la verdad era completamente diferente. Traté de mantener mi expresión neutral, pero por dentro, cada palabra que decía era un recordatorio de la conversación que había tenido con su madre, de la promesa que le había hecho.

—Eso es… eso es genial, Ana —respondí, esforzándome por sonar convincente, pero mi voz temblaba ligeramente—. Me alegra mucho saber que está mejor.

Ana no pareció notar la leve vacilación en mi voz, y continuó hablando, cada vez más animada.

Su entusiasmo era casi doloroso de escuchar. La veía hablando con tanto optimismo, tanta esperanza, y todo lo que podía pensar era en cómo se desmoronaría cuando descubriera la verdad. Quería decirselo, quería tomarla de las manos y explicarle lo que realmente estaba pasando, pero las palabras se atragantaban en mi garganta. Sabía que no podía ser yo quien le robara esa paz, no podía ser yo quien rompiera su ilusión.

Mientras la escuchaba hablar, sentía cómo el peso en mi pecho se hacía cada vez más insoportable. La culpa se acumulaba, cada vez más fuerte, sabiendo que estaba ocultando la verdad, una verdad que destrozaría todo ese alivio, toda esa felicidad. Pero no podía decírselo, no hoy, no cuando estaba tan llena de esperanza.

La tarde pasó en una especie de limbo entre la realidad y una ilusión de normalidad. Ana y yo estábamos cómodamente sentadas en el sofá, hablando de cosas triviales, riendo y tratando de disfrutar el tiempo juntas. Era un alivio para mí ver a Ana relajada, al menos por un rato. Sabía que el verdadero desafío aún estaba por venir, pero por ahora, intentaba absorber cada minuto de su compañía sin pensar en lo que se avecinaba.

De repente, Ana se levantó con una chispa de entusiasmo en los ojos, y eso captó mi atención de inmediato.

—Oye, Jana, ¿qué te parece si vamos a buscar a mi hermano al entrenamiento? —dijo con una sonrisa—. Ya mismo sale, y me encantaría que lo conocieras. Además, sé que le encantaría verte. Siempre habla de ti.

𝐍𝐎𝐓 𝐄𝐍𝐎𝐔𝐆𝐇-𝐉𝐚𝐧𝐚 𝐅𝐞𝐫𝐧á𝐧𝐝𝐞𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora