XIX

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El silencio de la sala de espera pesaba sobre nosotras, cada segundo parecía estirarse en una eternidad insoportable. La frialdad del entorno hospitalario contrastaba con el torbellino de emociones que sentía dentro de mí. Estaba sentada junto a Ana, aún asimilando lo que el médico nos había dicho. No podía dejar de pensar en lo fuerte que había sido durante todo esto, en cómo había soportado la tensión sin dejar que se rompiera. Pero cuando me volvió a agradecer por estar allí, noté una fragilidad en su voz que no había escuchado antes, un indicio de que algo dentro de ella estaba al borde de quebrarse.

Pasaron unos minutos más en los que ambas nos sumergimos en nuestros pensamientos. Sentía su mano fría y temblorosa en la mía, y no sabía qué hacer para calmarla, cómo darle el consuelo que necesitaba. De repente, la tensión acumulada en el aire se hizo casi tangible, como si una cuerda estuviera a punto de romperse.

Y entonces, sin previo aviso, Ana se quebró.

Todo lo que había mantenido reprimido, todo el dolor, el miedo, la angustia y la impotencia, salió a la superficie como una ola imparable. Su cuerpo se estremeció, y un sollozo desgarrador escapó de sus labios. No había aviso, no había una pausa en la que pudiera recomponerse. Simplemente, explotó en llanto, rompiéndose por completo bajo el peso de la situación.

—No puedo más, Jana —sollozó, su voz quebrada, casi ahogada por el llanto—. No puedo… es demasiado…

La vi hundir el rostro entre las manos, su cuerpo sacudido por el dolor que había estado conteniendo durante tanto tiempo. No podía soportar verla así, tan vulnerable, tan rota. El llanto de Ana era desgarrador, un sonido que resonaba en mi pecho y hacía que me doliera el corazón.

Sin pensarlo dos veces, me incliné hacia ella y la rodeé con mis brazos, atrayéndola hacia mí en un intento desesperado de ofrecerle un refugio en medio de su tormenta. Sentí cómo se aferraba a mí con fuerza, como si fuera lo único que la mantenía anclada a la realidad. Sus lágrimas empapaban mi hombro, y sus manos temblaban mientras se agarraba a mí, como si temiera desmoronarse por completo si me soltaba.

—Estoy aquí, Ana… —susurré, tratando de mantener mi voz firme, aunque la emoción me embargaba—. Estoy contigo, no estás sola.

Ana lloraba desconsoladamente, y cada sollozo que escapaba de ella me hacía sentir una impotencia profunda. Nunca la había visto tan vulnerable, tan perdida en su dolor. No sabía que había soportado tanto durante tanto tiempo, que había intentado ser fuerte por todos los que la rodeaban, pero ahora, en este momento, se estaba permitiendo ser humana, dejar que todo el peso de su mundo la alcanzara.

—No puedo perderla, Jana… —dijo entre lágrimas, su voz rota—. No puedo… no puedo hacerlo sola…

Mi corazón se rompió al escuchar esas palabras. Sabía cuánto significaba su madre para ella. Verla ahora, tan indefensa, me hizo darme cuenta de la magnitud de su dolor. Lo único que podía hacer era estar ahí para ella, sosteniéndola mientras liberaba todo lo que había guardado dentro.

—No la vas a perder, Ana —le susurré al oído, apretándola un poco más—. Eres la persona más fuerte que conozco. Y tu madre también lo es. Pero, pase lo que pase, yo estaré aquí contigo, ¿de acuerdo? No tienes que hacerlo sola.

No sabía si mis palabras lograban llegar hasta ella en medio de su tormenta, pero sentí que debía decirle algo, recordarle que no estaba sola, que no tenía que cargar con todo por su cuenta. Ana continuó llorando, su respiración entrecortada, sus sollozos haciéndose eco en la fría sala de espera. Sentía cómo sus uñas se clavaban ligeramente en mi espalda mientras se aferraba a mí, buscando algún tipo de consuelo, alguna sensación de seguridad en medio del caos.

𝐍𝐎𝐓 𝐄𝐍𝐎𝐔𝐆𝐇-𝐉𝐚𝐧𝐚 𝐅𝐞𝐫𝐧á𝐧𝐝𝐞𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora