XXXIV

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Ana

El día había sido largo y agotador. Salí del trabajo sintiendo el peso del cansancio en cada paso mientras caminaba de regreso a casa. El sol se deslizaba lentamente hacia el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, pero esa belleza apenas me alcanzaba. El aire fresco de la tarde, que debería haberme dado algo de alivio, se mezclaba con una inquietud latente que se aferraba a mí como una sombra persistente. No era raro que sintiera esa sensación cuando me acercaba a casa, pero aquella tarde, algo en mi interior me decía que esa inquietud no era infundada.

Mi cuerpo se movía por inercia, pero mi mente estaba en otro lugar. Los ruidos de la calle, el murmullo distante de conversaciones y el zumbido de los coches se difuminaban en un segundo plano mientras mi corazón comenzaba a acelerarse sin motivo aparente. El trabajo había sido duro, sí, pero era el mismo tipo de agotamiento de siempre, nada que no pudiera soportar. Lo que realmente me pesaba era la incertidumbre de lo que encontraría al llegar a casa. No era la primera vez que me sucedía, pero esa tarde, la sensación era más intensa, más palpable. Algo andaba mal, lo sentía en los huesos.

Cuando finalmente llegué a la puerta de la casa, el sonido de voces elevadas desde el interior me detuvo en seco. Mi corazón dio un vuelco y, por un instante, consideré dar media vuelta y marcharme. Pero sabía que no podía hacerlo. Reconocí la voz de mi padrastro, áspera y furiosa, y otra voz más baja, temblorosa… la de mi hermano Jan. El miedo se convirtió en una punzada aguda en mi pecho.

Sin pensarlo dos veces, giré la llave y abrí la puerta con rapidez. El chirrido de las bisagras al abrirse resonó como un grito en el silencio que seguía. La escena que me recibió al entrar en la sala hizo que mi sangre hirviera.

Mi padrastro estaba inclinado sobre Jan, con la cara enrojecida por la ira, vociferando cosas que apenas alcancé a entender. Sus palabras eran un torrente de rabia incoherente, una mezcla de insultos y amenazas que se estrellaban contra las paredes como puños invisibles. Jan, mi pequeño Jan, estaba acurrucado contra la pared, con los ojos abiertos de par en par, asustado como un animalillo acorralado. Verlo así, indefenso y aterrorizado, desató algo en mí que ni siquiera sabía que existía.

En ese instante, todo el cansancio y la fatiga del día desaparecieron, reemplazados por una furia intensa que no había sentido en mucho tiempo. Era una furia fría, calculada, como una tempestad contenida que finalmente encontraba su salida.

—¡¿Qué coño crees estás haciendo?! —grité mientras entraba en la sala, sorprendiendo a ambos.

Mi voz resonó con fuerza, cortando el aire como un cuchillo afilado. Mi padrastro se giró hacia mí, todavía enfurecido, pero vi cómo su expresión cambiaba al verme allí, firme y sin miedo. No me moví ni un centímetro, sosteniéndole la mirada, mientras una especie de silencio cargado se instalaba en la habitación.

Jan, por su parte, parecía aliviado al verme, aunque seguía temblando. Le dirigí una mirada tranquilizadora y, con una voz más suave, le dije:

—Jan, vete a tu habitación-Dije suavemente mirando a mi hermano intentando no meterle más miedo del que ya sentía.

Mi hermano no dudó. Se levantó rápidamente y, sin decir una palabra, corrió hacia su cuarto. Lo escuché correr por el pasillo, sus pies pequeños golpeando el suelo con urgencia, hasta que el clic de la puerta cerrándose resonó como un eco lejano. Entonces volví a centrarme en mi padrastro, quien me observaba con una mezcla de sorpresa y rabia, como si no pudiera creer que alguien se atreviera a desafiarlo.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —dije con un tono bajo y peligroso, mis ojos clavados en los suyos—. No vuelvas a levantarle la voz a mi hermano. No tienes ningún derecho.

Él me miró con una sonrisa torcida, como si todo aquello fuera un juego para él. Su expresión, desafiante y despectiva, me provocaba una repulsión profunda. Llevaba años soportando su presencia, su manera de imponerse en la casa, pero en ese momento sentí que ya no podía más.

—¿Y quién te crees que eres para darme órdenes en mi propia casa? —espetó, con un tono burlón y arrogante—. Ese es mi hijo, no el tuyo. No tienes derecho a decirme cómo criarlo.

Mi furia, hasta entonces controlada, se intensificó. Sentí una oleada de desprecio recorriéndome de pies a cabeza. Por un segundo, contuve mi respiración, manteniendo la calma antes de soltar lo que llevaba mucho tiempo guardado.

—No es tu casa —respondí, con una frialdad que me sorprendió incluso a mí—. Y si vamos al caso, tampoco es tu hijo. Jan es mi hermano, y soy yo quien lo mantiene, quien lo cuida, quien se asegura de que tenga comida en la mesa y un techo sobre su cabeza. Tú no haces nada aquí, así que sobras. Ya me he hartado de verte comportarte como si tuvieras algún derecho sobre nosotros.

Mi padrastro dejó de sonreír. Vi cómo sus ojos se oscurecían, cómo sus puños se apretaban con fuerza a los costados, pero no me detuve. Había contenido esto durante demasiado tiempo, y no pensaba retroceder ahora.

—¿Así que ahora crees que puedes echarme? —preguntó, con un tono casi burlón, pero su voz temblaba de rabia contenida—. No te equivoques, Ana. No tienes idea de con quién estás hablando.

—Claro que sé con quién estoy hablando —respondí, mi voz tan helada como el acero—. Estoy hablando con un hombre que se esconde detrás de amenazas porque no tiene nada más. No eres más que un cobarde que descarga su frustración en un niño indefenso. Y eso, te lo aseguro, se acabó hoy.

Hubo un momento de silencio absoluto, un silencio tan tenso que parecía que el aire mismo había dejado de moverse. Nos miramos fijamente, en una especie de enfrentamiento silencioso, cada uno midiendo al otro, esperando que el primero en pestañear perdiera. Pero yo no iba a ceder. Él sabía que yo no estaba bromeando, y eso lo enfureció aún más. Pero también sabía que tenía razón. No tenía poder real en esa casa, no mientras yo estuviera allí para proteger a Jan.

Finalmente, con un bufido de desprecio, se giró y salió del salón, sus pasos pesados resonando por el pasillo. Lo seguí con la mirada hasta que lo vi desaparecer por la puerta de su habitación, un rato después volvió con algunas de sus cosas y salió por la puerta. El silencio que quedó en su ausencia era pesado, pero a la vez liberador. Sentí que podía respirar por primera vez en mucho tiempo.

Cerré los ojos por un momento, intentando calmar el latido acelerado de mi corazón. Luego, caminé hacia la habitación de Jan y toqué suavemente la puerta antes de entrar. Lo encontré sentado en la cama, abrazado a sus rodillas. Sus ojos, todavía llenos de miedo, se suavizaron al verme.

Me acerqué a él y me senté a su lado, pasando un brazo por sus hombros.

—Se ha ido—le susurré—. Todo está bien ahora. No voy a dejar que te haga daño nunca más.

Jan asintió y se acurrucó contra mí, su pequeño cuerpo temblando ligeramente. Permanecimos así en silencio durante un rato, mientras yo sentía cómo la tensión se disipaba lentamente. Sabía que todavía habría días difíciles por delante, que esto no era el final de la lucha, pero también sabía que, mientras estuviera yo allí, Jan estaría a salvo. Y eso era lo único que importaba.
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Un poquito de drama nunca viene mal, aviso que esto no va a quedar así😬

El primero de la tarde, que empiece la esquizofrenia😝

𝐍𝐎𝐓 𝐄𝐍𝐎𝐔𝐆𝐇-𝐉𝐚𝐧𝐚 𝐅𝐞𝐫𝐧á𝐧𝐝𝐞𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora