El secreto de las joyas

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Abrí el libro y comencé a leer.

Pasé las páginas amarillas del libro sin darle mucha importancia a lo que tenían escrito. La mayoría eran palabras complejas y términos técnicos, descripciones detalladas y tramos de las vidas; cosas aburridas sobre personas que jamás había oído nombrar.

Dejé el libro a un lado y me cubrí con las cobijas. Intentaba dormir pero el sueño aún no me llegaba. Traté de pensar en algo, pasar el tiempo, contar algo, platicar conmigo mismo en mi mente al menos pero estaba totalmente en blanco.

Vencido me destapé y tomé de nuevo el libro. Lo abrí y comencé a leer; con suerte sería lo suficientemente aburrido como para traerme algo de sueño.

Abrí el libro y me pasé hasta el comienzo, leí el primer nombre: Anubis, el rey chacal.

Recordaba haber oído algo sobre él. Parecía interesante, poderoso, todo lo que yo no podía ser. Solté un suspiro decepcionado de lo poco que era en comparación a los grandes. 

«Soy malo hasta para  ser malo» pensé.

Comencé a leer para olvidarme de auto criticarme. Los primeros párrafos eran su descripción:

 Dios chacal, rey del inframundo. Fue una antigua deidad que controló los desiertos y montañas mas allá del fin del mundo durante toda su existencia hasta ser desterrado de la tierra por las fuerzas de las hadas blancas quienes otorgaron las tierras áridas a los hombres de corazón puro convirtiéndolos en sultanes y edificando los grandes imperios de la arena y las dunas.

Cada letra parecía hacerle cada vez mas poderoso y sin precedentes. Había sido un dios. Muy por encima de lo que yo era. No podía ver a un villano sin preguntarme si podía ser más que él. Si creían que podía ser más. Si yo mismo creía en mi. 

«Ya no sé ni lo que valgo para mi» pensé.

Seguí leyendo: Su poder radicaba en su numeroso ejercito de semi-muertos mitad hombres, mitad animal que invocaba desde el submundo para luchar en su nombre. Algunos piensan que obtenía soldados reviviendo a los guerreros enemigos caídos en batalla gracias a poderosos artefactos de magia obsequio de las antiguas hadas de la muerte, su báculo de oricalco y su collar de piedras del río de las almas perdidas.

Entonces recordé. Hacía tiempo, la noche en que había entrado con los demás al museo de las cloacas bajo la sombra de la estatua del rey perro, había un collar que deslumbraba con vida propia. La mejor de las joyas que jamás hubiera visto rozando las yemas de mis dedos. Ahora lo sentía en mi piel nuevamente a través de las palabras. 

«Yo tengo el collar» recordé.

 Lancé el libro y este voló por los aires hasta caer a un lado de mi cama. De un momento a otro me llené de energía y brinqué de la cama.

«¡EL COLLAR!» grité en mi mente, tapándome la boca con ambas manos para no gritarlo de verdad. 

Abrí los cajones de todos lo muebles que hallé en la habitación. Revolví todas las cosas de adentro. Intentaba no hacer ruido pero tenía muchas ansias como para andarme despacio. El escritorio, la mesa de noche, la cómoda, el armario, bajo la cama, entre la ropa; en cada bolsillo, en cada cajón en todos los lugares donde pudiese haber estado el maldito collar.

Surgieron en mi ganas de tenerlo en mis manos, debía tenerlo. Brotó en mi una sed de envidia, quería el poder que Anubis había tenido, tenía la magia solo necesitaba encontrarlo.

«¡Quiero ese collar!» repetía en mi mente. «Lo necesito.Necesito ser alguien. Quiero saber qué es lo que hace».

Realmente lo deseaba. Había sido un shock instantáneo el saber que lo que había poseído, lo que había tenido entre mis dedos.

Debía encontrarlo, debía de tenerlo, solo tenía que buscar. Tenía todo el cuarto destrozado, no había habido un lugar que quedara sin revisar. El collar no estaba ahí.

Me golpeé las sienes, intentando recordar dónde pude haber dejado ese maldito collar. Tenía que rememorar pero la ultima vez que lo había tenido fue antes del incidente, ya ha pasado mucho tiempo. Me costaba recordar que había hecho con el la última vez. 

Repasé cada recuerdo que tenía sobre esa noche, intentando no sentir nada por él una vez mas, pero me era casi imposible. Trataba de no recordarle y centrar mis memorias en lo que eran las joyas. 

Recordaba haberlo tenido en la cueva, lo había tomado fuera de mi bolsillo cuando comenzó a brillar. Habrá tenido relación con su magia, era algo que odiaba de ella, no sabía ser sigilosa. La magia tenía su manía con hacer de todo un espectáculo digno de los reyes. Brillos, pero brillos insensatos que solo quieren llamar la atención. Eso había hecho el collar esa noche, resplandecía con un tono mas profundo que el mar mas puro y negro después de que ese perro de Ben se comportara tan manso.

Seguramente ese sería el poder del collar, controlar a las bestias; pequeñas o feroces, siempre hay algún valiente domador que las hace caer a sus pies. 

Comenzaba a pensar en cómo podría usar el poder nuevo pero antes de todo me faltaba hacerme con el, o si no todos los sueños no serían mas que eso, simples e inexistentes sueños de un chico que sabe vestir.

Rememoré: El collar comenzó a brillar, y luego Ben entró a la cueva creo llevaba a chico en brazos. No podía permitir que supieran que tenía el collar robado, así que lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta. 

Corrí hacia el armario y  revisé entre cada prenda buscando la chaqueta que traía. Saqué todo del ropero y aún así no la pude encontrar.

Cerré las puertas del armario y me recargué sobre ellas. Me jalé el cabello desesperado tratando de consumir mi furia y desesperación. Fui deslizándome por las puertas hasta el suelo. Me senté y abracé mis piernas. Respiré. No me podía dejar llevar por el momento, tenía que pensar y no chillar.

La chaqueta, había sido tonto, la había dejado con Ben. Era lo único que le permití quitarme y sin embargo fue lo mas valioso que me pudo quitar.

Pensé en ir por él en el instante, preguntarle donde la tenía y quitársela de una buena vez, pero sería peligroso: él podría enterarse del collar, si es que aún no lo descubría, e implicaba romper uno de los términos de Mal; no quería volver a la prisión invisible.

Podía volver al bosque, encontrar el lugar y con suerte ahí seguiría mi chamarra, tirada en el suelo junto al sillón. 

Bostecé. Aún cuantas opciones o planes ideara, el sueño que con tanto alboroto rogaba ahora me inundaba sin consentimiento. No quería dormir pero los párpados me pesaban mas que otras veces. Me quedé dormido suavemente en el suelo, recargado en las puertas del armario, rodeado de ropa y cajones tirados por doquier.






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