Historias de un huérfano

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Trece años antes…

Por generaciones, los hombres lobo habían habitado las montañas de Este. Vivían en manadas pequeñas que se pasaban recorriendo, de una punta a la otra, las grandes sierras.

Odiaban a los humanos, a pesar de lucir como ellos la mitad del tiempo. No los entendían ni los querían entender. No compartían la misma naturaleza y, por tanto, no se debían respeto alguno.

Ellos mismos habían hecho el mito sobre los hombres-lobo: criaturas salvajes, depredadores sangrientos, asesinos con colmillos… una plaga.

Por ello los poblados de la zona habían emigrado hacia otra parte, antes de que "las pestes" los mataran e hicieran un banquete con sus cuerpos enfermos y viejos.

Los rumores se esparcieron y los jefes de manadas tuvieron que hacer acopio de esa imagen para defenderse.

Los lobos eran cazados y los cazadores asesinados. Era un ciclo estable.

Hasta que el ejército pisó sus tierras.

Los hombres-lobo que sobrevivieron fueron llevados a la isla, confinados a estar en su forma humana durante la mayor parte del tiempo y, solo los días de luna llena, los hechizos que usaron con ellos se debilitaban y cobraban su forma primitiva.

Los hombres lobo nunca fueron muy unidos. Les costaba relacionarse con alguien ajeno a su manada por lo que eran presas pequeñas y fáciles para los soldados.

Unos cuantos se unieron y escaparon hacia las costas, pero los conflictos de poder y la escasez de alimentos los terminaron traicionando.

Entre los sobrevivientes, una madre y su criatura, de pocos meses de edad, se refugiaban bajo el manto de protección de su jefe de manada; su pareja había muerto a manos de los “nobles” y sólo unos cuantos más quedaban de su grupo. El resto habían sido masacrados.

La mujer sabía que no había futuro en ese lugar; si seguían huyendo morirían de hambre y si regresaban los soldados los matarían a sangre fría.

Planeaba, con el resto de su familia, alejarse de los demás, alejarse del blanco y pasar desapercibidos. El grupo grande distraería a los soldados y ellos podrían escapar. Sacrificar a algunos por la supervivencia de otros...

Sin embargo, su jefe se negó; permanecerían todos juntos y sin objeción. Punto.

Con miedo a la muerte segura que eso significaba, la mujer desobedeció las órdenes, desertó de la manada y huyó en medio de la noche con su bebé.

Se estableció en una cueva pequeña y escondida, en la dirección contraria que el resto de su raza seguía para escapar de los soldados.

De día iba al pueblo más cercano, un pequeño pueblo pesquero donde vendía algunas plantas que recolectaba por el bosque.

Logró vivir bien durante unos cuantos años.

Lejos de la guerra y la muerte, su hijo creció fuerte y sano.

Sin embargo, como una peste que invade hasta el más mínimo rincón, la guerra llegó hasta su refugio de paz.

A la edad de cinco años, el chico despertó ante el ruido de cientos de pasos, aplastando hojas y haciendo crujir ramas.

Su madre lo defendió durante el tiempo suficiente para que él escapara por otra gruta, la salida era tan pequeña que nadie lo pudo seguir.

Escapó…

Pero su madre no tuvo la misma suerte.

El chico volvió unos días después a la cueva, aseguarando que el perímetro estuviera libre de soldados, pero su madre ya no estaba.

Pieles y coronasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora