Hostiles

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Después de que los chicos comprobarán que Sheld no se encontraba en ninguna parte dentro de la cabaña y sus alrededores, Rick intentó iniciar una pelea.

—¡SE FUE POR TU CULPA! —me gritó en la cara y me empujó no muy suavemente.

Jay se interpuso y Robin le siguió para controlar a Rick y que no se le fuera de las manos algún golpe de más.

—¡¿Quien te crees que eres para gritarle a mi amigo?! —peleó Evie.

Rick manoteaba con Robin para hacer que este le soltara y poder saciar su furia con nosotros.

La chica estaba sacando también su lado salvaje, y poco después, una retaila de insultos y groserías le siguieron lanzándose una a una entre los dos adolescentes desenfrenados.

No comprendía que se decían el uno al otro. Hablaban demasiado rápido para entenderles.

Evie dijo algo de su madre y este enrojeció de cólera. Apretó los puños y los ojos se le hincharon.

Es obvio que es un tema muy sensible para el chico.

De un instante a otro el cuerpo del chico se comenzó a deformar; las venas se le saltaron, los ojos se tiñeron de rojo y su cuerpo creció hasta el doble, los músculos se le ensancharon y, en un abrir y cerrar de ojos, el flacucho y pálido Rick se convirtió en un lobo.

¡Rick era un hombre-lobo!

El animal enterró las cartas al pasto y se colocó en lo que parecía una posición de ataque.

El chico nos degollaría enseguida, sin problema alguno. La ventaja de número no significa nada cuando te encuentras luchando contra una bestia de tres veces mi tamaño.

Retrocedí instintivamente.

Tenía la sensación extraña de revivir un recuerdo, la sensación de ser cazado.

Mal para pronto usó un poco de magia para apartarlo. Formó una bola de magia —que lucía como fuego pero en un brillante color esmeralda— y encaró al chico-lobo.

Ninguna criatura gustaba del fuego, eso era ventaja para nosotros.

Pero justo antes de que cualquiera de los dos hiciera el primer ataque, Robin le apuntó con una flecha a Mal, justo a diez centímetros de su cabeza.

—No te atrevas —amenazó Robin con voz lenta y acongojada.

Jay intentó noquearlo pero este tenía reflejos rápidos y desvío la mira hacia él antes de que se acercara más.

El arquero caminó hasta estar al lado de su amigo, sin bajar la guardia ni un instante.

Estaba impresionado. Creía conocer realmente a los amigos de Sheld amigos, pero realmente eran más peculiares de lo que aparentaban.

—¡¿Que diablos… son?!

...

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Quince años antes…

El rey y la reina comenzaron a depurar sus bosques. La idea de una vida perfecta, alejada de todo lo malo, se sembró una noche en la cabeza del rey y, a partir de ese momento, la idea creció convirtiéndose en la utopía colectiva de todo un reino.

Reyes, caballeros, hadas, elfos, hechiceros y demás criaturas se sumaron y se unieron a la causa.

Liberar al mundo de la maldad de una vez por todas.

Al principio, comenzó como un movimiento pacífico, los reinos se unían y crecían juntos; la gente emigraba a las ciudades y aprendían a convivir en armonía.

Sin embargo, la paz duró poco.

Las brujas, ogros, orcos, duendes, silfides, bestias, cambiaformas, guerreros, bárbaros y demás criaturas no podían perdonar a sus enemigos y hacer las paces con la nueva alianza. Su orgullo les valía la vida y no estaban dispuestos a traicionar a su ideal por mundos de riquezas y vanagloria falsa e hipócrita.

Sus enemigos seguían siendo sus enemigos, punto.

Poco a poco, los nuevos reinos comenzaron a sufrir los percances de ello.

Ataques aleatorios de distintos entes adecuaban todos los rincones de su nueva vida. Eran una enfermedad para ellos, una molestia insesante y, por más que tratarán, incurable.

¿La única opción? Eliminarlos.

Como se haría con cualquier plaga, destruir o ser destruido.

La guerra se volvió una gran batalla de la alianza contra todos los demás. Quizás la ceguera política o el temor a perder sus nuevas vidas los llevó a cometer crímenes horribles e injusticias en nombre de su reino. El enemigo se multiplicó y se volvió en todo aquel que no reconociera al reino de Auradon como único y supremo.

Avasallador.

Tiempo después, y ante las grandes desventajas contra los villanos —dragones, maldiciones, magia negra, legiones de soldados—, los reyes idearon “la isla”, un contenedor de la maldad.

La forma perfecta de deshacerse de ellos, encerrarlos y esperar a que el fuego se consumiese a sí mismo.

Así, la guerra se convirtió en una caza y uno a uno fueron cayendo sus enemigos, arrinconados, diezmados, toda la fuerza de un reino gigante contra unos pocos.

Lograron encerrar a todos los enemigos más poderosos, las amenazas más grandes y a gran parte de las criaturas mágicas de oposición.

Entre algunas de ellas estaban dos ladrones, Marian Hodd y Robin Hodd, su pequeño hijo yacía en los brazos de la mujer —que estaba esperando un segundo descendiente—cuando uno de sus compañeros avisó sobre la llegada del ejército de Áuradon.

La pareja sabía que su destino estaba escrito, irían a la isla, encerrados en la inmundicia por siempre, no había salvación ni lugar donde esconderse.

Pero su hijo no merecía ese castigo, él era inocente.

Tenía escasos cuatro años cuando sus padres escaparon y lo dejaron al cuidado de una tejedora en un pequeño pueblo triste y desolado. La mujer lo cuidaría y evitaría que sufriera el mismo cruel destino que sus padres, aunque eso les costara separarse.

Con el corazón roto ambos padres partieron y dejaron atrás a su querido hijo, protegido por la discreción y el anonimato de un pueblo pobre y corriente.

—Prometeme que serás fuerte —le recitó el padre a su niño en un último adiós.

—Lo prometo

Antes de irse, le dió  una flecha de arco, un  recuerdo y le juró  que volvería a buscarlo. Le beso en la frente e igualmente hizo su madre, y ambos desaparecieron entre el bosque...

El pequeño no lloró. No era un adiós, los volvería a ver, estaba convencido...

Algún día los encontraría...

Pieles y coronasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora