PRÓLOGO

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Sólo quedaban tres personas bajo el toldo blanco y rojo del puesto de comida: Grady, el cocinero y yo.
Grady y yo estábamos sentados a una mesa de madera desgastada delante de sendas de hamburguesas sobre platos abollados de hojalata. El cocinero se encontraba detrás del mostrador, rascando la parrilla con el canto de la espátula. Había apagado la freidora de un rato antes, pero el olor de la grasa seguía flotando en el aire.
El resto de la explanada, con la que hacía poco bullía una multitud, ahora estaba vacío salvo por un puñado de de empleados y un pequeño grupo de hombres que esperaban a ser conducidos hasta la carpa del placer. Miraban nerviosamente de un lado a otro, con los sombreros bien calados y las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos. No quedarían decepcionados: en algún lugar detrás de la gran carpa, Barbara esperaba dispuesta a desplegar sus encantos.
Los demás lugareños, palurdos como los llamaba Tío Al, ya se habían repartido entre la tienda de las fieras y la gran carpa, que vibraba con música frenética. La banda recorría su repertorio con su habitual volumen ensordecedor. Yo conocía la rutina de memoria: en aquel preciso instante, la formación de la Gran Parada salía ya y Lottie, la trapecista, ascendía por el poste de la pista central.
Miré a Grady fijamente, intentando procesar lo que estaba diciendo. Él miró alrededor y se acercó más a mí.
-Además -dijo mirándome con intensidad a los ojos-, me da la impresión de que en este momento tienes mucho que perder -levantó las cejas para añadir énfasis a la frase. El corazón me dio un vuelco.
Una ovación atronadora estalló en la gran carpa y la banda atacó sin preámbulos el vals de Gounod. Me volví instintivamente a la carpa de las fieras, porque era la señal para empezar el número de la elefanta. Marlena estaría preparándose para montar a Rosie o ya sentada en su cabeza.
-Tengo que irme -dije.
-Siéntate -dijo Grady-. Come. Si estás pensando en largarte, puede que pase algún tiempo antes de que vuelvas a ver comida.
En ese momento la música paró en seco. Se oyó una alarmante colisión de metales, vientos y percusión, trombones y pícolos formaron un alboroto, la tuba soltó un pedo y el tañido hueco de unos platillos salió disparado de la carpa, voló sobre nuestras cabezas y se perdió en el olvido.
Grady se quedó paralizado, encorvado sobre su hamburguesa con los meñiques rígidos y los labios tensos.
Miré a ambos lados. Nadie movía un músculo, todos los ojos estaban orientados hacia la gran carpa.
Unas cuantas hebras de heno rodaban perezosas sobre la tierra pisoteada.
-¿Qué es eso? ¿Qué pasa?-pregunté.
-Shhh- me hizo callar Grady.
La banda volvió a tocar, interpretando Barras y estrellas.

-¡Dios! ¡Mierda! -Grady tiró la comida sobre la mesa y se levantó de un salto, derribando el banco.
-¿Qué? ¿Qué pasa? -le grité, porque ya se alejaba de mí corriendo.
- ¡La Marcha del Desastre! -aulló por encima de su hombro.
Me volví apresurado hacia el cocinero, que estaba luchando con su delantal.
-¿De qué demonios habla?
- La Marcha del Desastre -dijo mientras se arrancaba el delantal por encima de su cabeza-. Significa que algo ha salido mal... Muy mal.
-¿Como qué?
- Podría ser cualquier cosa: un incendio en la carpa, una estampida, cualquier cosa. Dios santo. Los pobres palurdos seguramente ni se han dado cuenta todavía- se agachó para salir del mostrador y se fue corriendo.
El caos... Los vendedores de golosinas saltaban los mostradores, los trabajadores salían de las tiendas, los peones cruzaban de la carretera a la explanada. Todas y cada una de las personas relacionadas con El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini corrían hacia la gran carpa.
Diamond Joe me adelantó corriendo a lo que sería el equivalente humano del galope tendido.
-¡Jacob... es la carpa de las fieras!-gritó-. Los animales están sueltos. ¡Vamos, vamos, vamos!
No me lo tenía que decir dos veces. Marlena estaba en aquella carpa.
A medida que me acercaba, un temblor me sacudió el cuerpo, y sentí mucho miedo porque se trataba de algo más grave que el ruido. El suelo temblaba.
Entré tambaleándome y me di bruces contra el yak: una inmensa extensión de pelo rizado y poderosas pezuñas, de fosas nasales que resoplaban y ojos extraviados. Pasó galopando tan cerca de mí que me tuve que poner de puntillas para dejarle pasar, pegándome a la lona para evitar acabar empalado en uno de sus enormes cuernos. Una hiena aterrorizada le pisaba los talones.
El puesto que se encontraba en el centro de la carpa se había venido abajo y en su lugar se veía un amasijo palpitante de manchas y rayas, de grupas, talones, colas y garras que rugía, chillaba, gruñía y aullaba. Un oso polar coronaba aquella masa dando zarpazos a ciegas con sus garras al tamaño de sartenes. Alcanzó a una llama y la tumbó del golpe: ¡PUM! La llama cayó al suelo despanzurrada, con el cuello y las patas como las cinco puntas de una estrella. Los monos chillaban y parloteaban colgados de cuerdas para mantenerse a salvo de los felinos.
Una cebra con la mirada extraviada caminaba en zigzag demasiado cerca de un león agazapado que saltó, falló y salió disparado con el vientre pegado a tierra.
Mis ojos recorrieron la carpa, desesperado por localizar a Marlena. Sólo vi a uno de los felinos escapar por el pasadizo que llevaba a la gran carpa. Era una pantera, y cuando vi desaparecer su cuerpo elástico y negro por el túnel de lona me preparé para lo peor. Si el público todavía no lo sabía, estaba a punto de enterarse.
Tardó varios segundos en llegar, pero al fin llegó: un agudo chillido seguido de otro más, y luego otro, y otro, hasta que todo el lugar estalló en el atronador sonido de cuerpos que intentaban pasar por encima de otros y huir de las gradas. La banda dejó de tocar por segunda vez, y en esta ocasión permaneció en silencio. Yo cerré los ojos: Por favor, Señor, que salgan por la parte de atrás. Por favor, Señor, no permitas que intenten venir hacia aquí.
Abrí los ojos y contemplé la carpa de las fieras, loco por encontrarla. Tampoco puede ser muy difícil dar con una chica y una elefanta, por Dios santo.
Cuando conseguí distinguir sus lentejuelas rosas casi se me escapó un grito de alivio... O tal vez sin el casi. No lo recuerdo.
Estaba al otro extremo, de pie contra la pared, tranquila como un día de verano. Sus lentejuelas brillaban como diamantes líquidos, un faro luminoso, entre pieles multicolores. Ella también me vio y me mantuvo la mirada durante lo que pareció una eternidad. Tenía u aire imperturbable, felino. Incluso sonreía. Empecé abrirme paso hacia ella, pero algo en su expresión hizo que me detuviera de repente.
Aquel hijo de puta estaba de pie de espaldas a ella, sofocado y resoplando, agitando los brazos y blandiendo el bastón de contera de plata. Su chistera de seda estaba tirada en la paja a sus pies.
Ella recogió algo. Una jirafa pasó entre nosotros -balanceando el cuello elegantemente incluso en medio del pánico reinante- y cuando desapareció vi que habia agarrado una estaca de hierro. La asía sin tensión, dejando que el extremo descansara en el suelo de tierra.
Volvió a mirarme, desencajada. Luego desvío la mirada hacia la nuca desnuda del hombre.
-Oh, Dios -dije, comprendiendo de golpe. Me lancé hacia ellos, gritando a pesar de que había pocas posibilidades de que mi voz llegara hasta ella-. ¡No lo hagas! ¡No lo hagas!
Ella levantó la estaca en el aire y la dejó caer, partiéndole la cabeza como un melón. Su cráneo se quebró, los ojos se le abrieron desmesuradamente y la boca se le congeló formando una O. Cayó de rodillas y luego se derrumbó sobre la paja.
Yo estaba demasiado impresionado para moverme, incluso cuando un joven orangután me echó sus elásticos brazos alrededor de las piernas.
Hace tanto tiempo. Tanto tiempo... Pero todavía lo recuerdo bien.

No hablo mucho de aquellos días. Nunca lo he hecho. No sé por qué. Trabajé en el circo cerca de siete años y si eso no es tema de conversación, no sé qué lo será.
La verdad es que sí sé por qué: nunca he confiado en mí. Me daba miedo que se me escapara. Sabía lo importante que era guardar su secreto, y eso fue lo que hice... Durante el resto de su vida y aun después.
Nunca se lo he contado a nadie en setenta años.

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