ONCE

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Kinko pasa las primeras horas del trayecto a Chicago utilizando trozos de carne seca para enseñarle a ponerse en pie sobre las patas traseras a Queenie, que, al parecer, se ha recuperado de la diarrea.

—¡Arriba! ¡Arriba, Queenie, arriba! Muy bien. ¡Buena chica!

Yo estoy tendido en mi jergón, acurrucado y de cara a la pared. Mi estado físico es tan lamentable como el mental, que ya es decir. Tengo la cabeza atestada de visiones, todas liadas unas con otras como una madeja de cordel: mis padres vivos, llevándome a Cornell. Mis padres muertos sobre las baldosas verdes y blancas. Marlena bailando conmigo en la carpa de las fieras. Marlena esta mañana, conteniendo las lágrimas junto a la ventana. Rosie y su trompa oscilante y fisgona. Rosie, tres metros de altura y sólida como una montaña, gimiendo por los golpes de August. August bailando claqué en el techo de un tren en marcha. August convertido en un demente con la pica en la mano. Barbara meciendo sus melones en el escenario. Barbara y Nell y sus expertas atenciones.

El recuerdo de la noche pasada me golpea como un martillo pilón. Cierro los ojos con fuerza, intentando obligar a mi cabeza a quedarse en blanco, pero no da resultado. Cuanto más perturbador es el recuerdo, más persistente es su presencia.

Por fin cesa el excitado bullicio de Queenie. Al cabo de unos segundos, los muelles del camastro de Kinko chirrían. Luego se hace el silencio. Me está observando. Lo puedo sentir. Me doy la vuelta para mirarle.

Está en el borde del camastro, con los pies desnudos cruzados y si pelo rojo revuelto. Queenie trepa a su regazo, dejando las patas traseras estiradas hacia afuera, como una rana.

—Bueno, ¿cuál es tu historia, si puede saberse? —dice Kinko.

Los rayos del sol brillan como cuchillos entre las rendijas a sus espaldas. Me tapo los ojos y hago una mueca.

—No. Te lo pregunto en serio. ¿De dónde eres?

—De ningún sitio —digo rodando otra vez hacia la pared. Me pongo la almohada por encima de la cabeza.

—¿Por qué estás tan enfadado? ¿Por lo de anoche?

Su sola mención hace que se me suba la bilis a la garganta.

—¿Te da vergüenza o algo por el estilo?

—Oh, por amor de Dios, ¿no puedes dejarme en paz? —le espeto.

Kinko se queda callado. Al cabo de unos segundos vuelvo a darme la vuelta. Él sigue mirándome mientras juega con las orejas de Queenie. Ésta le lame la otra mano, meneando su corto rabo.

—Lo siento —digo—. Nunca había hecho una cosa así.

—Sí, ya, creo que eso quedó bastante claro.

Me agarro la cabeza, que me va a estallar, con ambas manos. Lo que no daría por unos cinco litros de agua.

—Mira, no tiene la menor importancia —continúa—. Ya aprenderás a controlar el alcohol. Y en cuanto lo otro... Bueno, tenía que devolverte la del otro día. Tal como yo lo veo, esto nos pone en igualdad de condiciones. En realidad, puede que todavía te deba una. Esa miel le funcionó a Queenie como un tapón de corcho. Bueno, ¿sabes leer?

Parpadeo unas cuantas veces.

—¿Cómo? —digo.

—A lo mejor prefieres leer, en vez de quedarte ahí tirado reconcomiéndote.

—Creo que prefiero quedarme tirado reconcomiéndome—cierro los ojos y los tapo con una mano. Tengo la sensación de que el cerebro es demasiado grande para el cráneo, los ojos me duelen y creo que voy a vomitar. Y me pican las pelotas.

—Como quieras —dice él.

—Puede que en otro momento.

—Claro. Lo que sea.

Una pausa.

—¿Kinko?

—¿Sí?

—Te agradezco la oferta.

—Claro.

Una pausa más larga.

—¿Jacob?

—¿Sí?

—Si quieres, me puedes llamar Walter.

Debajo de la mano, abro los ojos como platos.

Su camastro chirría al buscar la postura. Echo una mirada disimulada entre los dedos. Dobla una almohada por la mitad, se tumba y coge un libro de la caja. Queenie se acomoda a sus pies. Las cejas de la perra se estremecen en un gesto de preocupación.

El tren se acerca a Chicago a última hora de la tarde. A pesar de las palpitaciones en la cabeza y el dolor por todo el cuerpo, me sitúo delante de la puerta abierta del vagón y estiro el cuello para ver bien. Después de todo, ésta es la ciudad de la Masacre del Día de San Valentín, del jazz, los gánsteres y de los garitos clandestinos.

Puedo ver un montón de edificios altos a lo lejos, y mientras intento dilucidar cuál de ellos es el famoso Allerton llegamos a los mataderos. Se extienden a lo largo de muchos kilómetros, y para cruzarlos reducimos la velocidad al mínimo. Las construcciones son bajas y feas, y los corrales, abarrotados de reses aterradas y famélicas y de cerdos mugrientos y ruidosos, llegan hasta las mismas vías. Pero eso no es nada comparado con el ruido y el olor que salen de los edificios: al cabo de unos minutos, el hedor de la sangre y los gañidos estridentes hacen que vuelva corriendo al cuarto de las cabras y apriete la nariz contra la apestosa manta de caballo... Cualquier cosa con tal de tapar el olor de la muerte.

Tengo el estómago tan frágil que, a pesar de que la explanada está bastante alejada de los mataderos, me quedo en el vagón de los caballos hasta que todo está montado. Después, buscando la compañía de los animales, entro en el recinto de las fieras y recorro el interior.

Es imposible describir la ternura que he empezado a sentir por ellos: hienas, camellos y todos los demás. Hasta el oso polar, que veo tumbado sobre su costado, mordisqueando sus zarpas de doce centímetros con sus dientes de doce centímetros. El amor por estos animales me invade repentinamente, como un torrente, y se eleva dentro de mí, sólido como un obelisco y fluido como el agua.

Mi padre consideró que era su deber seguir atendiendo a los animales mucho después de que dejaran de pagarle. No podía quedarse observando a un caballo con cólico o a una vaca dar a luz a un becerro de nalgas sin hacer nada, aunque eso significara la ruina personal. El paralelismo es innegable. No hay duda de que yo soy lo único que media entre estos animales y las prácticas comerciales de August y Tío Al, y lo que mi padre haría —lo que mi padre querría que yo  hiciera— es cuidar de ellos, y estoy poseído de ese rotundo e inamovible convencimiento. Hiciera lo que hiciera anoche, no puedo abandonar a estos animales. Soy su pastor, su protector. Y es algo más que un deber. Es un compromiso con mi padre.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora