CONTINUACIÓN

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El resto de la noche pasa en destellos epilépticos. Sé que me encuentro encajado entre dos mujeres, pero creo que me caigo por la puerta del vagón. Por lo menos, recuerdo estar tirado boca abajo en el suelo. Luego me suben y me arrastran en la oscuridad hasta que estoy sentado en el borde de una cama.

Ahora estoy seguro de que hay dos Barbaras. Y dos de la otra también. Nell se llamaba, ¿no?

Barbara retrocede unos pasos y levanta los brazos. Echa la cabeza hacia atrás y se pasa las manos por todo el cuerpo, bailando y moviéndose a la luz de las velas. Tengo interés..., de eso no cabe la menor duda. Pero es que ya no puedo seguir manteniéndome recto. Así que caigo de espaldas.

Alguien tira de mis pantalones. Balbuceo cualquier cosa, no sé muy bien qué, pero estoy seguro de que no es para darles ánimos. De repente no me encuentro muy bien.

Oh, Dios mío. Me está tocando —eso—, acariciándolo con cuidado. Me apoyo sobre los codos y bajo la mirada. Está floja, como una diminuta tortuga rosa que se esconde en su caparazón. También parece estar pegada a la pierna. Ella la despega, pone las dos manos en mis muslos para separarlos y va por mis pelotas. Las acoge en una mano y juguetea con ellas mientras observa mi pene. Éste cuelga sin reaccionar a sus manipulaciones mientras yo lo contemplo apesadumbrado.

La otra mujer —ahora, de nuevo, hay sólo una; ¿cómo diablos voy a conseguir enterarme de una vez? —está tumbada en la cama junto a mí. Extrae un pecho escuálido del vestido y me lo acerca a la boca. Me lo frota por toda la cara. Ahora aproxima su boca pintada a mí, unas fauces insaciables con la lengua de fuera. Giro la cara hacia la derecha, donde no hay nadie. Y entonces noto que una boca se cierra alrededor de mi pene.

Contengo la respiración. Las mujeres ríen, pero con un sonido seductor, un sonido provocador, mientras siguen intentando obtener una respuesta.

Oh, Dios, oh, Dios, me la está chupando. Me la está chupando, por el amor de Dios.

No voy a ser capaz de...

Oh, Dios mío, tengo que...

Vuelvo la cabeza y vacío toda la desafortunada mezcla que contiene mi estómago encima de Nell.


Oigo el insoportable ruido de algo que rasca. Luego, la oscuridad que me cumbre se rompe con una franja de luz.

Kinko me está mirando.

—Despierta, hermoso. El jefe te busca.

Sostiene abierta una tapa. Todo empieza a tener sentido, porque en cuanto mi cuerpo nota que mi cerebro se ha puesto en funcionamiento, pronto resulta evidente que estoy metido dentro de un baúl.

Kinko deja la tapa abierta y se aparta. Desencajo mi pobre cuello anquilosado y me esfuerzo por adoptar la posición de sentado. El baúl está dentro de una carpa, rodeado de múltiples percheros llenos de trajes de vibrantes colores, elementos de atrezo y tocadores con espejo.

—¿Dónde estoy? —grazno. Toso para intentar aclararme la garganta seca.

—En el Callejón de los Payasos—dice Kinko señalando los botes de pintura que se ven sobre un tocador.

Levanto un brazo para protegerme los ojos y descubro que éste está enfundado en seda. En una bata de seda roja, para ser exacto. Una bata de seda roja que está abierta. Miro para abajo y descubro que me han afeitado los genitales.

Cierro apresuradamente la bata, preguntándome si Kinko lo habrá visto.

Dios de mi vida, ¿qué hice anoche? No tengo ni idea. Sólo algunos retazos de recuerdos, y...

Oh, Dios. Le vomité encima a una mujer.

Me levanto con dificultad y anudo el cinturón de la bata. Me paso la mano por la frente, que noto inusualmente escurridiza. Cuando miro la mano, la tengo blanca.

—¿Qué demonios...? —digo mirándome la mano asombrado.

Kinko se gira y me da un espejo. Me hago con él muy nervioso. Cuando lo levanto ante mi cara, un payaso me devuelve la mirada.

Saco la cabeza de la carpa, miro a derecha e izquierda y corro hacia el vagón de los caballos. Me acompañan carcajadas y silbidos.

—Uuuyyyy, ¡mirad a esa tía buena!

—Eh, Fred, ¡fíjate en la chica nueva de la carpa del placer!

—Oye, nena... ¿tienes planes para esta noche?

Me meto en el cuarto de las cabras y cierro la puerta de un portazo, apoyándome en la puerta. Respiro agitadamente hasta que las risas de fuera van cediendo. Agarro un trapo y me limpio la cara otra vez. Me la froté bien antes de salir del Callejón de los Payasos, pero no sé por qué, no me parece que esté limpia del todo. Creo que ninguna parte de mí volverá a estar limpia del todo. Y lo peor de todo es que ni siquiera sé lo que hice. Sólo recuerdo fragmentos y, por muy espeluznantes que sean, peor es no saber lo que pasó entre unos y otros.

De repente se me pasa por la cabeza que no sé si sigo siendo virgen o no.

Meto la mano dentro de la bata y me rasco las pelotas irritadas.



Kinko entra unos minutos después. Yo estoy tumbado en mi jergón con los brazos sobre la cabeza.

—Será mejor que muevas el culo—dice—. El jefe sigue buscándote.

Algo resuella junto a mi oreja. Giro la cabeza y me doy con un hocico húmedo. Queenie salta hacia atrás como si hubiera sido disparada por una catapulta. Me contempla desde un metro de distancia, olisqueando cautelosa. Ah, supongo que esta mañana debo ser una mezcla de olores. Dejo caer la cabeza de nuevo.

—¿Quieres que te despidan o qué? —dice Kinko.

—En este momento, me da lo mismo —farfullo.

—¿Qué?

—Me voy a ir de todas formas.

—¿Qué demonios quieres decir?

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora