CONTINUACIÓN

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Cuando vuelvo al vagón de los caballos, la puerta interior está abierta. Asomo la cabeza dentro con bastante inquietud, pero Kinko no está. Entro en el cuarto y me pongo la ropa de diario. Unos minutos después aparece August con un rifle.

—Toma —dice mientras sube la rampa. Me lo entrega y me pone dos cartuchos en la otra mano.

Me guardo uno en el bolsillo y le devuelvo el otro.

—No necesito más que uno.

—¿Y si fallas?

—Por el amor de Dios, August, voy a estar pegado a él.

Me mira fijamente y acaba por guardar el cartucho de más.

—Bueno, de acuerdo. Llévatelo bien lejos del tren para hacerlo.

—Debes de estar de broma. No puede andar.

—No puedes hacerlo aquí —dice—. Los otros caballos están ahí mismo.

Me quedo mirándole.

—Mierda —dice. Se da la vuelta y se apoya en la pared, tocando un redoble con los dedos en los listones—. Vale. Está bien.

Se va a la puerta.

—¡Otis! ¡Joe! Alejad a los demás caballos de aquí. Lleváoslos por lo menos hasta la segunda sección del tren.

Alguien dice algo desde fuera.

—Sí, ya lo sé —dice August—. Pero van a tener que esperar. Sí, claro que lo sé. Hablaré con Al y le diré que hemos tenido una pequeña... complicación.

Se vuelve hacia mí.

—Me voy a buscar a Al.

—Será mejor que busques a Marlena también.

—Creía que me habías dicho que lo sabía.

—Lo sabe. Pero no quiero que esté sola cuando oiga el disparo. ¿Y tú?

August se me queda mirando con seriedad un buen rato. Luego baja la rampa a zancadas, pisando tan fuerte que las planchas se comban bajo su peso.

Espero quince minutos, tanto para darle tiempo a August para que encuentre a Tío Al y a Marlena, como para dejar que los otros se lleven el resto de los caballos tan lejos como sea necesario.

Luego agarro el rifle, meto el cartucho en la recámara y lo amartillo. Silver Star tiene el belfo aplastado contra la pared, las orejas le tiemblan. Me inclino y le paso los dedos por el cuello. Después coloco la boca del arma debajo de su oreja izquierda y aprieto el gatillo.

Se oye una explosión y la culata del rifle me empuja el hombro. El cuerpo de Silver Star se pone rígido, un último espasmo muscular antes te quedarse totalmente quieto. A lo lejos se oye un único lamento desesperado.

Mientras bajo la rampa del vagón los oídos me zumban, pero aun así me parece que reina un silencio aterrador. Se ha reunido una pequeña multitud. Permanecen inmóviles, con las caras largas. Un hombre se quita el sombrero y lo aprieta contra el pecho.

Me alejo del tren unas docenas de metros, subo el talud cubierto de hierba y me siento frotándome el hombro.

Otis, Pete y Earl entran en el vagón de los caballos y vuelven a aparecer arrastrando el cuerpo sin vida de Silver Star por la rampa con una soga atada a sus patas traseras. Patas arriba, su panza se ve enorme y vulnerable, una suave extensión de un blanco níveo rota por los genitales de piel negra. Su cabeza inanimada asiente conforme con cada tirón de la soga.

Me quedo sentado cerca de una hora, con la mirada clavada en la hierba que crece entre mis pies. Arranco unas briznas y me las enrollo en los dedos mientras me pregunto por qué demonios tardarán tanto en ponerse en marcha.

Al cabo de un rato se me acerca August. Me mira y se inclina para recoger el rifle. No me había dado cuenta de que lo había traído conmigo.

—Vamos, compañero —dice—. No querrás que te dejemos aquí.

—Creo que sí.

—No te preocupes por lo que te he dicho antes... He hablado con Al y no va a darle luz roja a nadie. No pasa nada.

Sigo con la mirada fija en el suelo, taciturno. Al cabo de unos instantes, August se sienta a mi lado.

—¿O sí? —pregunta.

—¿Qué tal está Marlena?—respondo.

August me mira un momento y luego saca un paquete de Camel del bolsillo de la camisa. Lo sacude y me ofrece uno.

—No, gracias —digo.

—¿Es la primera vez que sacrificas un caballo? —dice extrayendo un cigarrillo del paquete con los dientes.

—No. Pero eso no significa que me guste.

—Es parte de ser veterinario, muchacho.

—Lo que, técnicamente, no soy.

—Porque no has hecho los exámenes. ¿Qué importancia tiene?

—Pues sí, tiene importancia.

—No la tiene. Sólo es un trozo de papel y aquí a nadie le importa un carajo. Ahora estás en un circo. Las reglas son otras.

—¿Cómo es eso?

Señala hacia el tren.

—Dime, ¿de verdad crees que éste es el espectáculo más deslumbrante del mundo?

No contesto.

—¿Eh? —insiste, dándome un empujón con el hombro.

—No lo sé.

—No. Ni por asomo. Probablemente ni siquiera es el número cincuenta en la lista de los espectáculos más deslumbrantes del mundo. Tenemos un tercio de la capacidad del circo Ringling. Ya has descubierto que Marlena no pertenece a la realeza humana. ¿Y Lucinda? De cuatrocientos kilos nada, doscientos como mucho. ¿Y tú crees que Frank Otto le tatuaron unos furiosos cazadores de cabezas de Borneo? No fastidies. Antes era un montador del Escuadrón Volador. Se pasó nueve años trabajándose la tinta. ¿Y sabes lo que hizo Tío Al cuando murió el hipopótamo? Cambió el agua por formol y siguió exhibiéndolo. Estuvimos dos semanas viajando con un hipopótamo en conserva. Todo es ilusión, Jacob, y no tiene nada de malo. Es lo que la gente quiere que le demos. Es lo que espera de nosotros.

Se levanta y alarga una mano. Tras unos instantes, la tomo y dejo que me ayude a ponerme de pie.

Nos dirigimos al tren.

—Maldita sea, August —digo—. Casi se me olvida. Los felinos no han comido. Hemos tenido que tirar su comida.

—No te preocupes, muchacho—dice—. Ya se ha solucionado.

—¿Qué quiere decir que se ha solucionado?

Me quedo clavado en el sitio.

—¿August? ¿Qué quiere decir que se ha solucionado?

August sigue andando con el rifle indolentemente echado sobre un hombro.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora