CONTINUACIÓN

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El amigo de Camel es un hombre bajito con una panza enorme y una voz atronadora. Es el pregonero de la feria que acompaña al circo y se llama Cecil. Me estudia detenidamente y me declara adecuado para el trabajo que tiene entre manos. Acompañado de Jimmy y Wade, otros dos sujetos vestidos con el decoro suficiente para mezclarse con el público, lo que tenemos que hacer es colocarnos detrás de la multitud y, cuando nos haga una señal, adelantarnos y empujar a los asistentes hacia la entrada.

La feria se ha instalado junto al paseo y bulle de actividad. A un lado, un grupo de hombres negros se esfuerza por levantar las pancartas que anuncian las atracciones. Al otro, se oye el repiqueteo y las voces de unos hombres de chaqueta blanca que amontonan, formando pirámides, vasos llenos de limonada en los mostradores de sus tenderetes de rayas blancas y rojas. El aire está impregnado de los aromas de las palomitas de maíz, cacahuetes tostados y el penetrante olor de los animales.

Al fondo del paseo, más allá de la verja entrada, hay una carpa grande en la que están metiendo carromatos con toda clase de criaturas: llamas, camellos, cebras, monos, al menos un oso polar y jaulas y más jaulas de felinos.

Cecil y uno de los negros discuten por una banderola en la que se ve una mujer desmesuradamente gorda. Tras un par de segundos, Cecil le da un pescozón al fulano.

—¡Acaba ya, chico! Dentro de un instante esto estará abarrotado de palurdos. ¿Cómo vamos a conseguir que entren si no pueden ver a Lucinda en todo su esplendor?

Suena un silbato y todo el mundo se queda quieto.

—¡Puertas! —retumba una voz masculina.

Aquello se convierte en un pandemónium. Los hombres de los puestos se meten apresuradamente detrás de los mostradores, hacen las últimas modificaciones en la cristalería y se ponen chaquetas y gorras. Con la única excepción del pobre diablo que sigue trabajando en la banderola, todos los negros se cuelan por detrás de la lona y desaparecen de la vista.

—¡Pon esa puñetera banderola en condiciones y largáte de aquí!—grita Cecil. El hombre hace un último ajuste y se va.

Yo me giro. Un muro de seres humanos se aproxima a nosotros procedidos de chiquillos gritones que, agarrados de las manos de sus padres, tiran de ellos, impacientes.

Wade me da con el codo en un costado.

—Psssst... ¿Quieres ver a las fieras?

—¿A quién?

Señala con un gesto de la cabeza hacia la tienda que se entre nosotros y la gran carpa.

—Llevas estirando el cuello para verla desde que has llegado la aquí. ¿Quieres echar una mirada?

—¿Y ése? —pregunto dirigiendo la mirada a Cecil.

—Estaremos de vuelta antes de que se dé cuenta. Además, nosotros no podemos hacer nada hasta que él atraiga al público.

Wade me precede hasta la verja de la entrada. Cuatro ancianos la custodian, sentados en sendos podios rojos. Tres nos ignoran. El cuarto mira a Wade y le hace un gesto de asentimiento.

—Venga, échale un vistazo —dice Wade—. Yo me quedo vigilando a Cecil.

Meto la cabeza. La carpa es enorme, alta como el cielo y sujeta con postes rectos que ascienden en diversos ángulos. La lona es recia y casi translúcida: el sol se filtra a través del tejido y por las costuras, iluminando el puesto de golosinas más grande de todos. Está plantado en el centro de la carpa de las fieras, bajo los gloriosos rayos del sol, rodeado de carteles que anuncian zarzaparrilla, almendras garrapiñadas y natillas heladas.

Las jaulas de los animales, pintadas en rojo brillante y dorado, se alinean contra dos de las cuatro paredes, con los paneles laterales levantados para mostrar leones, tigres, panteras, jaguares, osos, chimpancés y monos araña, incluso un orangután. Camellos, llamas, cebras y caballos se exhiben detrás de cordones que cuelgan entre pies de hierro, con las cabezas enterradas en fardos de heno. Hay dos jirafas de pie en una zona acotada con tela metálica.

Busco en vano un elefante cuando mis ojos se detienen bruscamente en una figura femenina. Se parece tanto a Catherine que me corta la respiración: el óvalo de la cara, el corte de pelo, los muslos delgados que siempre he imaginado debajo de las severas faldas de Catherine. Está de pie junto a una reata de caballos blancos y negros, vestida de lentejuelas rosas, leotardos y zapatillas de seda, y habla con un hombre que lleva de copa y frac. Ella acaricia el hocico de un animal blanco, un caballo árabe precioso con crines y cola plateadas. Levanta una mano para retirarse un mechón de pelo castaño y colocarse bien el tocado. Luego la alarga y peina el flequillo del caballo, pegándolo a la cara del animal. Le agarra una oreja y deja que se deslice entre sus dedos.
Se oye un tremendo escándalo y me doy la vuelta para descubrir que un lado de la jaula más cercana se ha cerrado de golpe. Cuando me giro otra vez, la mujer me está mirando. Frunce el ceño, como si me reconociera. Al cabo de unos segundos me doy cuenta de que debería sonreír o bajar la mirada, o algo así, pero no puedo. Por fin, el hombre del sombrero de copa le pone una mano en el hombro y ella se vuelve, pero despacio, no muy convencida. Al cabo de unos segundos me echa otra mirada furtiva.

Wade ha vuelto.

—Vamos —dice dándome una palmada entre los omoplatos—. Empieza el espectáculo.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora