Cuando arranca la última sección del convoy, me encuentro en un vagón dormitorio, apretujado junto a otro tipo debajo de una litera. Él es un auténtico dueño del espacio, pero le han convencido de que me deje echarme una o dos horas a cambio de mi único dólar. Aun así no deja de gruñir y yo me abrazo las rodillas para ocupar el mínimo espacio posible.
El olor a ropa y cuerpos sin lavar es opresivo. Las literas, de tres niveles, acogen por lo menos a un hombre, a veces dos, lo mismo que los espacios de debajo. El fulano que ocupa el espacio inferior de las literas de enfrente golpea una fina manta gris, intentando en vano formar una almohada con ella.
Una voz se eleva por encima del ruido:
—Ojcze nasz którys jest w niebie, swięć sie imie Twoje, przyjdz królestwo Twoje...
—Bendito sea Dios —dice mi anfitrión. Luego saca la cabeza por el pasillo—: ¡Habla en inglés, puto polaco! —y vuelve a acomodarse debajo de la litera sacudiendo la cabeza—. Algunos de estos tipos acaban de bajarse del puto barco.
—... i nie wódz na pokuszenie ale nas zbaw o de ztego. Amen.
Me arrebujo contra la pared y cierro los ojos.
—Amén —digo en un susurro.
El tren traquetea. Las luces parpadean un par de veces y se apagan. En algún lugar por delante de nosotros un silbato suena estridente. Nos ponemos en marcha y las luces vuelven a encenderse. Estoy más cansado de lo que se puede expresar con palabras y mi cabeza, sin resistencia, golpea contra la pared.
Me despierto al cabo de un rato y me encuentro con un par de gruesas botas de trabajo delante de la cara.
—¿Ya estás listo?
Sacudo la cabeza intentando recuperar la conciencia.
Oigo crujir y restallar tendones. Luego veo una rodilla. Luego, la cara de Earl.
—¿Todavía estás ahí abajo? —dice escudriñando bajo las literas.
—Sí. Lo siento.
Salgo a rastras y me pongo de pie como puedo.
—Aleluya —dice mi anfitrión estirándose.
—Pierdol się —digo yo.
Una risa sofocada sale de una litera a unos metros de distancia.
—Vamos —dice Earl—. Al ha bebido lo suficiente para estar relajado, pero no tanto como para ponerse desagradable. Creo que ésta es tu oportunidad.
Me lleva a través de otro vagones de literas. Cuando llegamos a la plataforma del final nos encontramos con la trasera de un vagón muy diferente. A través de la ventana puedo ver maderas barnizadas y barrocos apliques de luz.
Earl se vuelve hacia mí.
—¿Estás preparado?
—Claro —contesto.
Pero no lo estoy. Me engancha por el cogote y me aplasta la cara contra el marco de la puerta. Abre la puerta corredora con la otra mano y me empuja dentro. Trastabillo hacia delante con las manos desplegadas. Una barra de latón detiene mi avance y me enderezo, volviéndome para mirar asombrado a Earl. Luego veo a todos los demás.
—¿Qué es esto? —pregunta Tío Al desde las profundidades de un sillón de orejas. Está sentado a la mesa con otros tres hombres, blandiendo un grueso cigarro puro entre los dedos índice y pulgar de una mano y cinco cartas desplegadas en la otra. Una copa de coñac descansa sobre la mesa, enfrente de él. Inmediatamente detrás de ésta, un gran montón de fichas de póquer.
—Se ha subido al tren, señor. Le he pillado merodeando por un vagón de literas.
—No me digas —responde Tío Al. Da una calada perezosa a su puro y lo deja al borde de un cenicero próximo. Se recuesta examinando las cartas y dejando que el humo le salga por las comisuras de la boca—. Veo tus tres y subo a cinco—dice inclinándose hacia delante y añadiendo un puñado de fichas al montón del centro.
—¿Quiere que le muestre la salida?—dice Earl. Se acerca y me levanta del suelo por las solapas. Me tenso y le pongo las manos alrededor de las muñecas con la intención de aferrarme a ellas si quiere volver a tirarme. Traslado la mirada desde Tío Al a la parte inferior de la cara de Earl, que es lo único que puedo ver, y otra vez a Tío Al.
Éste junta sus cartas y las deja cuidadosamente encima de la mesa.
—Todavía no, Earl —dice. Alarga una mano hacia el cigarro y le da otra calada—. Suéltale.
Earl me deja en el suelo de espaldas a Tío Al. Hace un gesto poco convencido de estirarme la chaqueta.
—Acércate —dice Tío Al.
Le obedezco, feliz de quedar fuera del alcance de Earl.
—Creo que no tengo el placer de conocerte —dice expulsando un aro de humo—. ¿Cómo te llamas?
—Jacob Jankowski, señor.
—¿Y qué cree Jacob Jankowski, te ruego que me respondas, que está haciendo en mi tren?
—Estoy buscando trabajo—contesto.
Tío Al no deja de mirarme mientras hace morosos aros de humo. Apoya una mano en la barriga y tamborilea con los dedos un ritmo lento sobre el chaleco.
—¿Nunca has trabajado en un circo, Jacob?
—No, señor.
—¿Alguna vez has ido a ver uno, Jacob?
—Sí, señor. Naturalmente.
—¿Cuál?
—El de los Hermanos Ringling—digo. El rumor de un sonoro resuello me hace girar la cabeza. Earl tiene los ojos desencajados en señal de peligro—. Pero fue horrible. Sencillamente horrible —añado apresuradamente. Volviendo la mirada hacia Tío Al.
—No me digas —dice Tío Al.
—Sí, señor.
—¿Y has visto nuestro espectáculo, Jacob?
—Sí, señor —digo notando que el rubor se extiende por mi cara.
—¿Y qué te ha parecido?—pregunta.
—Me ha parecido... deslumbrante.
—¿Cuál es tu número favorito?
Manoteo desesperadamente, conjurando detalles de la nada.
—El de los caballos blancos y negros. Y la chica de las lentejuelas rosas.
—¿Has oído eso, August? Al chico le gusta tu Marlena.
El hombre que se sienta enfrente de Tío Al se levanta y se gira... Es el de las carpa de las fieras, sólo que ahora no lleva la chistera. Su rostro cincelado es impasible, el pelo brillante por el fijador. También lleva bigote, pero al contrario que el de Tío Al, el suyo sólo abarca la anchura de la boca.
—Bueno, ¿y qué es exactamente lo que tes ves haciendo? —pregunta Tío Al. Se inclina un poco y levanta la copa de la mesa. Remueve en círculos su contenido y la vacía de un solo trago. Un camarero aparece de la nada y se la rellena.
—Haría cualquier cosa. Pero, si es posible, me gustaría trabajar con animales.
—Animales —dice él—. ¿Has oído eso, August? El zagal quiere trabajar con animales. Supongo que quieres llevarles agua a los elefantes.
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...