CONTINUACIÓN

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Rosie está plantada en medio del huerto, recorriendo las hileras de verduras con la trompa tan tranquila. Cuando me acerco, me mira directamente a los ojos y arranca una lombarda. Se la echa en la boca con forma de pala y se lanza por un pepino.

La señora de la casa abre una rendija en la puerta y chilla:

—¡Saque a esa cosa de aquí! ¡Sáquela de aquí!

—Lo siento, señora —digo—. Haré todo lo que esté en mi mano.

Me coloco a un lado de Rosie.

—Vamos, Rosie. Por favor.

Despega las orejas, hace una pausa, y luego se lanza por un tomate.

—¡No! —le digo—. ¡Elefanta mala!

Rosie se mete el globo rojo en la boca y sonríe mientras lo mastica. Sin duda se está riendo de mí.

—Oh, Dios mío —digo sin la menor esperanza.

Rosie rodea con su trompa las hojas de un nabo y las arranca limpiamente. Sin dejar de mirarme, se las lanza a la boca y empieza a masticar. Me vuelvo y sonrío a la ama de casa, que nos contempla boquiabierta.

Dos hombres se aproximan desde la explanada. Uno de ellos lleva traje, un sombrero derby y una sonrisa. Para mi inmenso alivio, es uno de los de seguridad. El otro va vestido con un mono sucio y lleva un cubo.

—Buenas tardes, señora —dice el primero quitándose el sombrero y abriéndose paso cuidadosamente por el jardín destrozado. Se diría que lo ha arrasado un tanque. Sube los escalones de cemento que conducen a la puerta de atrás—. Veo que ya conoce a Rosie, la elefanta más grande y magnífica del mundo. Tiene usted suerte... No suele hacer visitas a domicilio.

La cara de la mujer sigue asomada por la rendija de la puerta.

—¿Cómo? —dice desconcertada.

El de seguridad sonríe alegremente.

—Ah, sí. Es todo un honor. Casi podría asegurar que ninguno de sus vecinos..., demonios, probablemente nadie en toda la ciudad, podrá decir que ha tenido una elefanta en el jardín. Nuestros hombres, aquí presentes, están dispuestos a retirarla y, naturalmente, arreglarán los desperfectos y la compensarán por las pérdidas que haya ocasionado. ¿Le gustaría que hiciéramos una foto con Rosie? ¿Algo que podría enseñar a sus familiares y amigos?

—Yo... Yo... ¿Qué? —tartamudea.

—Si me permite el atrevimiento, señora —dice el hombre con una leve insinuación de reverencia—. Tal vez sería más sencillo si lo discutiéramos dentro.

Tras una pausa indecisa, la puerta se abre del todo. Él desaparece dentro de la casa y yo vuelvo a mirar a Rosie.

El otro hombre se ha situado justo en frente de ella con el cubo en ristre.

La elefanta está maravillada. Pasa la trompa por encima del cubo, olisqueando e intentando sortear los brazos del hombre para meterla en el líquido transparente.

Przestán! —dice retirándole la trompa—. Nie!

Le miro con los ojos muy abiertos.

—¿Te pasa algo, joder? —dice.

—No —digo apresuradamente—. No. Yo también soy polaco.

—Ah. Lo siento —aleja una vez más la omnipresente trompa, se limpia la mano derecha en el muslo y me la ofrece—. Grzegorz Grabowski —dice—. Llámame Greg.

—Jacob Jankowski —digo estrechándole la mano. Él la retira para proteger el contenido del cubo.

Nie! Teraz nie! —dice enfadado mientras retira la insistente trompa—. Jacob Jankowski, ¿eh? Sí, Camel me ha hablado de ti.

—Pero, ¿qué llevas ahí?—pregunto.

—Ginebra con ginger ale.

—Estás de broma.

—A los elefantes le encanta el alcohol. ¿Lo ves? Ha olido esto y ya no le interesan los repollos. ¡Ah! —dice retirando la trompa—. Powiedzialem przestań! Pózniej!

—¿Cómo has llegado a saberlo?

—El último espectáculo en el que estuve tenía una docena de paquidermos. Uno de ellos nos hacía creer que le dolía la tripa todas las noches con la intención de que le diéramos un trago de whisky. Oye, vete por la pica, ¿quieres? Probablemente vendrá con nosotros hasta la explanada sólo para conseguir la ginebra... ¿verdad que sí, mój mąlutki paczuszek? Pero será mejor que tenerla por si acaso.

—Por supuesto —digo. Me quito el sombrero y me rasco la cabeza—. ¿August está al tanto de esto?

—¿Al tanto de qué?

—De todo lo que sabes sobre los elefantes. Estoy seguro que te contrataría como...

Greg levanta una mano rápidamente.

—No, no. Ni loco. Jacob no es por ofenderte, pero no trabajaría para ese hombre por nada del mundo. Por nada. Además no soy domador de elefantes. Es sólo que me gustan los animales grandes. Y ahora, ¿quieres ir corriendo por el pincho, por favor?

Cuando regreso con él, Greg y Rosie han desaparecido. Me giro y examino la explanada.

A lo lejos, Greg se dirige hacia la carpa de las fieras. Rosie le sigue pesadamente a pocos metros de distancia. De vez en cuando, Greg se para y deja que la elefanta meta la trompa en el cubo. Luego se lo quita y sigue adelante. Ella le sigue como un cachorrito obediente.





Una vez que Rosie está a buen recaudo en la carpa, regreso a la tienda de Barbara, todavía con la pica en la mano.

Me detengo ante la cortina cerrada.

—Este, ¿Barbara? —digo—. ¿Puedo pasar?

—Sí —dice ella.

Está sola, sentada con las piernas desnudas cruzadas.

—Han vuelto al tren a esperar al médico —dice dando una calada a su cigarrillo—. Si has venido a preguntar eso.

Noto que la cara se me pone roja. Miro hacia la pared. Luego al techo. Luego me miro los pies.

—Ah, demonios, mira que eres mono —dice ella tirando la ceniza del cigarrillo en la hierba. Se lo lleva a la boca y le da otra calada—. Te estás ruborizando.

Se me queda mirando largo rato, claramente divertida.

—Anda, vete —dice por fin, echando el humo por un lado de la boca—. Vete. Sal de aquí antes de que decida pegarte otro viaje.


Salgo aturullado de la tienda de Barbara y me doy de bruces con August. Su expresión es sombría como una tormenta.

—¿Qué tal está? —pregunto.

—Estamos esperando al médico—dice—. ¿Has traído al bicho?

—Ya está otra vez en la carpa de las fieras —le digo.

—Bien —dice él. Me quita la pica de las manos.

—¡August, espera! ¿A dónde vas?

—Le voy a dar una lección —dice sin detenerse.

—¡Pero, August! —le grito a su espalda—. ¡Espera! Ha venido por su propia voluntad. Además, ahora ya no puedes hacer nada. ¡La función todavía está en marcha!

Frena tan en seco que una nube de polvo oculta temporalmente sus pies. Se queda inmóvil por completo, con la mirada clavada en el suelo.

Al cabo de un rato, dice:

—Mejor. Así la música tapará el ruido.

Le miro fijamente, con la boca desencajada por el horror.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora