CONTINUACIÓN

92 4 0
                                    

Rosemary intenta conducirme a mi mesa habitual, pero no estoy dispuesto a aceptarlo. No mientras esté en ella el pedorro de McGuinty. Otra vez lleva puesto el sombrero de payaso —debe de haberles pedido a las enfermeras que se lo pongan desde primera hora de la mañana, o puede que haya dormido con él puesto—, y todavía tiene algunos globos de gas atados al respaldo de la silla. La verdad es que ya han perdido mucha fuerza. Empiezan a arrugarse y flotan en el extremo de los cordones destensados.

Cuando Rosemary gira la silla en dirección a él, ladro:

—Ah, no, de eso nada. ¡Allí! ¡Quiero ir allí! —señalo una mesa vacía del rincón. Es la que está más lejos de mi mesa habitual. Espero que desde allí no se oiga nada.

—Ah, venga ya, señor Jankowski—dice Rosemary. Detiene mi silla y se pone enfrente de mí—. No puede seguir así para siempre.

—No veo por qué no. En mi caso, para siempre puede ser la semana que viene.

Se pone las manos en las caderas.

—¿Recuerda siquiera por qué está tan enfadado?

—Sí, lo recuerdo. Porque cuenta mentiras.

—¿Se refiere otra vez a los elefantes?

A modo de respuesta, aprieto los labios.

—Él no opina lo mismo, ¿sabe?

—Eso es una tontería. Cuando se miente, se miente.

—Es un anciano —dice ella.

—Tiene diez años menos que yo—digo, enderezándome indignado.

—Oh, señor Jankowski —dice Rosemary. Suspira y levanta los ojos al cielo, como pidiendo ayuda. Luego se acuclilla delante de mi silla y pone su mano encima de la mía—. Creía que usted y yo nos entendíamos.

Arrugo el ceño. Esto no forma parte del repertorio habitual enfermera/Jacob.

—Puede que se equivoque en los detalles, pero no miente —dice—. Él cree de verdad que daba agua a los elefantes. En serio.

No contesto.

—A veces, cuando uno se hace mayor, y no me refiero a usted, sino en general, porque cada uno envejece de manera diferente, las cosas que piensa y que desea empiezan a parecer reales. Y luego uno se las cree y, sin darse cuenta, creen que son parte de su historia, y si alguien le lleva la contraria y le dice que no son verdad, le parece un gran ofensa. Porque uno no recuerda la primera parte. Lo único que sabe es que le han llamado mentiroso. Por eso, aunque usted tenga razón en los detalles técnicos, ¿no entiende por qué el señor McGuinty puede sentirse molesto?

Mantengo la mirada en mi regazo, furioso.

—¿Señor Jankowski? —continúa con suavidad—. Déjeme que le lleve a su mesa con sus amigos. Vamos. Como un favor personal que me hace a mí.

Vaya, esto es genial. La primera vez que una mujer me pide un favor desde hace años y la idea me revuelve el estómago.

—¿Señor Jankowski?

Levanto la vista y la miro. Su cara tersa está a dos palmos de la mía. Me mira a los ojos, esperando una respuesta.

—Ah, está bien. Pero no esperes que hable con nadie —digo agitando una mano contrariado.

Y no hablo. Me siento en silencio mientras el viejo mentiroso de McGuinty habla de las maravillas del circo y de sus experiencias de niño y observo cómo las ancianas de pelo azulado le escuchan entregadas, con los ojos nublados por la admiración. Me saca de quicio por completo.

Cuando abro la boca para decir algo, veo a Rosemary. Se encuentra en el extremo opuesto del comedor, inclinada sobre una señora a la que le está poniendo la servilleta en el cuello. Pero no me quita los ojos de encima.

Vuelvo a cerrar la boca. Sólo espero que reconozca el esfuerzo que estoy haciendo.

Y así es. Cuando viene a recogerme, después de que el pudin de color de bronceador con guarnición de aceite alimentario haya hecho su aparición y su mutis, y tras un rato de descanso, se me acerca y susurra:

—Sabía que podía hacerlo, señor Jankowski. Lo sabía.

—Sí. Bueno. No ha sido fácil.

—Pero es mejor que estar en una mesa solo, ¿a que sí?

—Puede.

Ella vuelve a levantar los ojos al cielo.

—De acuerdo. Sí —digo en plan cascarrabias—. Supongo que es mejor que estar solo.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora