Tan pronto como puedo hacerlo sin llamar la atención, me voy a la carpa de las fieras.
Le cambio la cataplasma a la jirafa, le pongo un pediluvio frío a un camello con síntomas de infección en una pezuña y sobrevivo a mi primera experiencia con uno de los felinos: curo a Rex una garra infectada mientras Clive le acaricia la cabeza. Luego paso a recoger a Bobo antes de visitar a los demás. Los únicos animales a los que no les pongo ni el ojo ni la mano encima son los caballos de tiro, y sólo porque están siempre trabajando y sé que alguien me avisaría al menor síntoma de enfermedad.
Al final de la mañana ya soy uno más de la carpa de las fieras: limpio jaulas, troceo comida y saco estiércol como los demás. Tengo la camisa empapada y la garganta seca. Cuando la bandera ondea por fin, Diamond Joe, Otis y yo salimos de la gran carpa para dirigirnos a la cantina.
Clive nos alcanza y se une al grupo.
—No acerquéis mucho a August si podéis evitarlo —dice—. Está hecho una fiera.
—¿Por qué? ¿Qué pasa ahora?—dice Joe.
—Está furioso porque Tío Al quiere que la elefanta salga en el desfile hoy, y se está peleando con todo el que se atreve a llevarle la contraria. Como aquel pobre tipo de allí —dice señalando a tres hombres que cruzan la pradera.
Bill y Grady llevan a Camel por la explanada en dirección al Escuadrón Volador. Va arrastrado por ellos, con las piernas colgando.
Me vuelvo hacia Clive como un resorte.
—August no le habrá pegado, ¿verdad?
—No —dice Clive—. Pero le ha echado una buena bronca. Aún no es mediodía y ya está como una cuba. Pero el fulano que miró a Marlena... Uf, no volverá a cometer el mismo error —Clive sacude la cabeza.
—Esa maldita elefanta no va a salir en ningún desfile —dice Otis—. No consigue que ande en línea recta desde su vagón a la carpa.
—Yo lo sé, y tú lo sabes, pero al parecer Tío Al no —dice Clive.
—¿Por qué está tan empeñado en sacarla en el desfile? —pregunto.
—Porque lleva toda su vida esperando poder decir <<¡Detengan sus caballos! ¡Aquí llegan los elefantes!>> —dice Clive.
—Al infierno con eso —dice Joe—. Hoy en día ya no quedan caballos que detener, y además no tenemos elefantes. Sólo tenemos una elefanta.
—¿Y por qué tiene tantas ganas de decir eso? —pregunto.
Se vuelven a mirarme al mismo tiempo.
—Buena pregunta —dice Otis por fin, aunque es evidente que piensa que tengo problemas mentales—. Porque eso es lo que dice Ringling. Claro que él sí que tiene elefantes.
Observo desde lejos cómo August se esfuerza por alinear a Rosie entre los carros del desfile. Los caballos saltan de lado, bailando nerviosamente con sus arreos. Los cocheros sujetan las riendas con fuerza y vocean órdenes. El resultado es una especie de pánico contagioso, y al poco rato los encargados de conducir a las cebras y las llamas tienen que luchar para mantener el control.
Al cabo de unos minutos así, Tío Al se acerca. Gesticula enloquecido señalando a Rosie y refunfuña sin parar. Cuando por fin cierra la boca, August abre la suya y también él gesticula y señala a Rosie, agitando la pica y dándole de golpes en el costado para obtener mejores resultados. Tío Al se vuelve hacia su séquito. Dos de ellos dan la vuelta y echan a correr por la explanada.
No pasa mucho tiempo antes de que el carro del hipopótamo se sitúe junto a Rosie, tirado por seis percherones poco fiables. August abre la puerta y azuza a Rosie hasta que entra.
Poco después empieza a sonar la música y el desfile arranca.
Una hora después regresan seguidos de una considerable multitud. Los vecinos de la ciudad se van reuniendo en los límites de la explanada, aumentando en número a medida que corre la voz.
Rosie es conducida a la parte de atrás de la gran carpa, que ya está conectada a la de las fieras. August la lleva hasta su sitio. La carpa de las fieras sólo se abre al público cuando Rosie ya está detrás de su cordón y con una pata a una estaca.
Contemplo asombrado cómo niños y mayores corren a verla. Es con diferencia el animal más popular. Bate las orejas adelante y atrás al tiempo que acepta caramelos, palomitas de maíz y hasta chicle de los encantados espectadores. Un hombre tiene el valor de acercarse a ella y vaciar una caja de garrapiñadas en su boca. Rosie le recompensa quitándole el sombrero y poniéndoselo ella, posando luego con la trompa curvada en el aire. El público brama y ella le devuelve con calma el sombrero al dueño, que está entusiasmado. August está junto a ella con la pica en la mano, sonriendo como un padre orgulloso.
Aquí pasa algo raro. Ese animal no tiene nada de estúpido.
Cuando el último de los espectadores entra en la gran carpa y los artistas forman para la Gran Parada, Tío Al se lleva a August a un lado. Desde enfrente de la carpa de las fieras, veo cómo la boca de August se abre asombrada, luego ofendida y después en una estruendosa protesta. Su rostro se oscurece, y agita la chistera y la pica. Tío Al le observa totalmente impasible. Al final levanta una mano, sacude la cabeza y se aleja. August se le queda mirando, pasmado.
—¿Qué puñetas crees que ha pasado ahí? —le digo a Pete.
—Sólo Dios lo sabe —dice él—. Pero tengo la sensación de que nos vamos a enterar.
Resulta que Tío Al está tan encantado con la popularidad que ha obtenido Rosie en la carpa que no sólo insiste en que participe en la Gran Parada, sino que también quiere que haga un número en la pista central nada más empezar el espectáculo. Para cuando me entero de esto, la noticia de dichos acontecimientos es fuente de furiosas discusiones detrás del escenario.
Yo sólo pienso en Marlena.

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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...