CONTINUACIÓN

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Esa noche, una vez que el whisky ha dejado a Camel fuera de combate y Walter ronca en el jergón, salgo de la pequeña habitación y me quedo mirando las grupas de los caballos de pista.

Cuido a diario de estos caballos. Limpio sus cubiles, les lleno los cubos de agua y comida y los arreglo para el espectáculo. Reviso sus dientes y peino sus crines y les palpo las patas para ver si tienen fiebre. Les doy golosinas y acaricio sus cuellos. Se han convertido en una parte importante de mi vida, como Queenie, pero después de ver la actuación de Marlena nunca volveré a verlos de la misma manera. Estos caballos son una extensión de Marlena, una parte de ella que ahora está aquí conmigo.

Paso la mano por encima de la división de los establos y la apoyo en una anca negra. Midnight, que estaba dormido, se remueve sorprendido y gira la cabeza.

Cuando descubre que soy sólo yo, retira la mirada. Baja las orejas, cierra los ojos y cambia el peso de su cuerpo para hacerlo descansar en una pata trasera.

Vuelvo al cuarto de las cabras y compruebo que Camel respira. Me tumbo en mi manta y caigo en un sueño sobre Marlena que seguramente me cueste el alma.


Delante de los mostradores de comida, a la mañana siguiente:

—Fíjate en eso —dice Walter levantando un brazo para darme un golpe en las costillas.

—¿Qué?

Señala.

August y Marlena están sentados a nuestra mesa. Es la primera vez que se presentan a una comida desde el accidente.

Walter me examina.

—¿Podrás soportarlo?

—Claro que sí —contesto irritado.

—Vale. Sólo quería saberlo —dice él. Pasamos junto al siempre vigilante Ezra y nos dirigimos a nuestras respectivas mesas.

—Buenos días, Jacob —dice August mientras dejo el plato en la mesa y tomo asiento.

—August. Marlena —digo saludando con la cabeza a cada uno.

Marlena echa una mirada rápida y vuelve a fijar los ojos en el plato.

—¿Qué tal te encuentras en este maravilloso día? —pregunta August. Escarba en un montón de huevos revueltos.

—Muy bien. ¿Y tú?

—Estupendo —dice.

—¿Y tú que tal, Marlena?—pregunto.

—Mucho mejor, gracias—responde ella.

—Anoche vi tu número —digo.

—¿Ah, sí?

—Sí —digo desplegando la servilleta y poniéndomela sobre las rodillas—. Es... No sé muy bien qué decir. Fue asombroso. Nunca he visto una cosa igual.

—Oh —dice August subiendo una ceja—. ¿Nunca?

—No. Nunca.

—Fíjate.

Me mira sin parpadear.

—Pensaba que había sido el número de Marlena lo que te había animado a unirte al circo, Jacob. ¿Estaba equivocado?

El corazón me da un salto en el pecho. Agarro los cubiertos: el tenedor en la mano izquierda, el cuchillo en la derecha, al estilo europeo, como mi madre.

—Mentí —digo.

Pincho el extremo de una salchicha y empiezo a cortarla, esperando la respuesta.

—¿Cómo has dicho? —dice.

—Mentí. ¡Mentí! —dejo los cubiertos de golpe en la mesa con un trozo de salchicha clavado en el tenedor—. ¿Vale? Por supuesto que nunca había oído hablar del circo de los Hermanos Benzini hasta que me subí al tren. ¿Quién coño ha oído hablar de los Hermanos Benzini? El único circo que he visto en toda mi vida ha sido el Ringling, y fue genial. ¡Genial! ¡¿Te enteras?!

Se hace un silencio sobrecogedor. Miro alrededor aterrado. Todos los presentes en la carpa me miran fijamente. La mandíbula de Walter está desencajada. Queenie pega las orejas a la cabeza. A lo lejos berrea un camello.

Por fin vuelvo los ojos hacia August. Él también me mira. Un lado del bigote le tiembla. Dejo la servilleta bajo el borde del plato, preguntándome si se va a lanzar por mí por encima de la mesa.

August abre los ojos todavía más. Yo aprieto los nudillos bajo la mesa. Y entonces, August explota. Ríe tan fuerte que se pone rojo, se agarra la barriga y respira con dificultad. Ríe y aúlla hasta que las lágrimas corren por su cara y los labios le tiemblan por el esfuerzo.

—Oh, Jacob —dice secándose las mejillas—. Oh, Jacob. Creo que te había juzgado mal. Sí. Desde luego. Creo que te había juzgado mal —ríe y sorbe mientras se limpia la cara con la servilleta—. Ay, Dios —suspira—. Ay, Dios—carraspea y vuelve a tomar los cubiertos. Recoge un poco de huevo con el tenedor y vuelve a dejarlo, nuevamente vencido por la hilaridad.

El resto de los comensales vuelven a su comida, pero con reservas, como la gente que observaba cuando eché al hombre de la explanada el primer día. Y no puedo evitar darme cuenta de que, cuando vuelven a comer, lo hacen con un aire de aprensión.





La muerte de Lucinda nos deja con una grave deficiencia en las filas de los fenómenos. Y hay que solucionarla... Todos los grandes circos tienen una mujer gorda, y nosotros no podemos ser menos.

Tío Al y August repasan el Billboard y hacen llamadas de teléfono en todas las paradas y mandan telegramas intentando reclutar una, pero todas las mujeres gordas parecen estar satisfechas con el trabajo que tienen, o recelosas de la reputación de Tío Al. Al cabo de dos semanas y de diez trayectos de tren, Tío Al está tan desesperado que aborda a una señora del público de generosas dimensiones. Desgraciadamente, resulta ser la señora del jefe de la policía y Tío Al acaba con un ojo de un morado brillante en vez de con una señora gorda, aparte de una orden oficial de salir de la ciudad.

Tenemos dos horas. Los artistas se recluyen inmediatamente en sus vagones. Los peones, una vez espabilados, corren por la explanada como gallinas sin cabeza. Tío Al, enrojecido y sin aliento, sacude el bastón, azuzando a los trabajadores si no se mueven todo lo rápido que él quiere. Las carpas se desmontan tan deprisa que los hombres quedan atrapados debajo, y los que están desmontando otras tienen que entrar y sacarles antes de que se asfixien bajo la gran superficie de lona o —lo que es peor desde el punto de vista de Tío Al —tienen que abrir con sus navajas un respiradero.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora