Mientras August le hace sólo Dios sabe qué a Rosie, Marlena y yo yacemos en la hierba de su camerino, abrazados el uno al otro como monos araña. Yo casi no hablo, sólo sujeto su cabeza contra mi pecho, y ella va desgranando la historia de su vida en un susurro urgente.
Me cuenta cómo conoció a August: ella tenía diecisiete años y acababa de caer en la cuenta de que la reciente procesión de solteros que venía a cenar a casa de su familia eran en realidad candidatos a su marido. Cuando un banquero de mediana edad con barbilla huidiza, pelo escaso y dedos afilados fue a cenar una noche más de lo que pareció prudente, oyó las puertas de su futuro cerrándose de golpe a su alrededor.
Pero al mismo tiempo que el banquero gimoteaba algo que hizo que Marlena fijara la mirada horrorizada en el cuenco de sopa de almejas que tenía delante, en todas las paredes de la cuidad pegaban carteles. Las ruedas del destino se habían puesto en marcha. El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini se acercaba a ellos poco a poco trayendo con él una fantasía muy real y, para Marlena, una aventura que acabaría siendo tan romántica como aterradora.
Dos días después, un día de sol radiante, la familia L'Arche fue al circo. En la carpa de las fieras, Marlena estaba de pie ante una hilera de bellísimos caballos árabes blancos y negros cuando August la abordó por primera vez. Sus padres se habían ido a ver a los felinos, ajenos al seísmo que estaba a punto de sacudir sus vidas.
Y August era un seísmo. Encantador, sociable y endemoniadamente guapo. Vestido impecable con inmaculados pantalones de montar blancos, chistera y frac, irradiaba autoridad y un carisma irresistible. Al cabo de unos minutos había conseguido la promesa de un encuentro clandestino, y desapareció antes de que los señores L'Arche se reunieran con su hija.
Cuando se vieron más tarde, en una galería de arte, empezó a cortejarla con entusiasmo. Era doce años mayor que ella y tenía un poder de seducción que sólo un director ecuestre puede transmitir. Antes de dar por concluida su primera cita, ya le había propuesto matrimonio.
Era seductor y resuelto. Le dijo que no se movería de allí hasta que se casara con él. La fascinó con relatos de la desesperación de Tío Al, y el propio Tío Al elevó ruegos en favor de August. Ya se habían saltado dos plazas de la ruta. Un circo no podía sobrevivir si no cumplía la ruta prevista. Era decisión importante, sí, pero seguro que ella comprendería cómo les afectaba a ellos. ¿Entendía que las vidas de numerosas personas dependían de que ella tomara la decisión correcta?
Aquella Marlena de diecisiete años pensó en su futuro en Boston durante tres noches más, y la cuarta hizo las maletas.
En ese punto de la historia, se deshace en lágrimas.
Sigo abrazándola, meciéndola en mis brazos. Finalmente, se separa de mí, secándose los ojos con las manos.
—Deberías irte —dice.
—No quiero.
Ella solloza y alarga la mano para acariciarme la cara con el dorso.
—Quiero volver a verte —digo.
—Me ves todos los días.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Hace una larga pausa. Baja la mirada al suelo. Su boca se mueve unas cuantas veces hasta que habla por fin.
—No puedo.
—Marlena, por el amor de Dios.
—Es que no puedo. Estoy casada. Yo hice la cama y ahora tengo que dormir en ella.
Me arrodillo frente a ella, buscando en su rostro una señal para que me quede. Tras una interminable espera, reconozco que no la voy a encontrar.
La beso en la frente y me voy.
Antes de recorrer cuarenta metros, ya sé más de lo que quisiera sobre el precio que ha tenido que pagar Rosie por la limonada.
Al parecer, August entró como una tromba en la carpa y echó a todo el mundo. Los desconcertados trabajadores de la carpa de las fieras y algunos otros se quedaron fuera, con los oídos aplicados a las junturas de la gran tienda de lona, y oyeron cómo empezaba a soltar un torrente de gritos desaforados. Esto hizo que el resto de los animales se asustaran: los chimpancés chillaron, los felinos rugieron y las cebras relincharon. A pesar de todo el ruido, los sobrecogidos oyentes podían distinguir los golpes de la pica sobre la carne, una y otra vez.
Al principio, Rosie resoplaba y se quejaba. Cuando empezó a chillar y a gemir, muchos de los hombres, incapaces de soportarlo, se alejaron. Uno de ellos fue a buscar a Earl, que entró en la carpa y sacó a August agarrado de las axilas. Mientras Earl le arrastraba por la explanada y le hacía subir las escaleras de su vagón, August daba patadas y se resistía como un loco.
El resto de los hombres encontraron a Rosie tumbada de lado, temblando y con la pata todavía encadenada a la estaca.
—Odio a ese hombre —dice Walter en cuanto subo al vagón de los caballos. Él está sentado en el camastro, acariciando las orejas a Queenie—. No sabes cuánto odio a ese hombre.
—¿Quiere contarme alguien lo que está pasando? —exclama Camel desde el otro lado de los baúles—. Porque sé que pasa algo. ¿Jacob? Dímelo tú. Walter no me cuenta nada.
Me quedo en silencio.
—No hacía ninguna falta ser tan bestia. Ninguna falta —continúa Walter—. Y además casi provoca una estampida. Nos podía haber matado a todos. ¿Estabas allí? ¿Te has enterado de algo?
Nuestros ojos se encuentran.
—No.
—Pues a mí no me molestaría saber de qué puñetas estáis hablando —dice Camel—. Pero parece que no os importo un pito. Eh, ¿no es la hora de la cena?
—No tengo hambre —digo.
—Yo tampoco —dice Walter.
—Pues yo sí —dice Camel indignado—. Pero seguro que ninguno de los dos ha traído ni un cacho de pan para un pobre viejo.
Walter y yo nos miramos.
—Yo sí he estado allí —dice con los ojos llenos de recriminación—. ¿Quieres saber lo que he oído?
—No —digo mirando a Queenie. Ésta capta mi mirada y da unos golpes en la manta con la cola.
—¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro.
—Como eres veterinario y eso, pensé que te interesaría.
—Y me interesa —digo alzando la voz—. Pero también me da miedo lo que me pueda afectar.
Walter me mira largo rato.
—Bueno, ¿quién le va a traer algo de comer al viejo chocho, tú o yo?
—¡Eh! ¡Ten un poco de educación! —grita el viejo chocho.
—Ya voy yo —digo. Me doy la vuelta y salgo del vagón.
A medio camino hacia la cantina me doy cuenta de que voy apretando los dientes.

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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...