Ha acabado el espectáculo, un espectáculo muy bueno por cierto, aunque no de la magnitud del de los Hermanos Benzini ni del Ringling, pero ¿cómo iba a serlo? Para eso hace falta un tren.
Estoy sentado ante una mesa de formica en el interior de una autocaravana impresionantemente acondicionada, sorbiendo un no menos impresionante whisky de malta, Laphroaig si no me equivoco, y cantando como un canario. Le cuento a Charlie todo lo de mis padres, la aventura con Marlena y las muertes de Camel y Walter. Le cuento cuando recorrí el tren por la noche con el cuchillo entre los dientes y la muerte en el pensamiento. Le cuento lo de los hombres a los que dieron luz roja y la estampida, y lo de Tío Al estrangulado. Y al final le cuento lo que hizo Rosie. No siquiera lo pienso. Sencillamente abro la boca y las palabras fluyen de ella.
Mi alivio es inmediato y palpable. Todos estos años lo he ocultado en mi interior. Creía que me sentiría culpable, como si la traicionara, pero lo que siento -sobre todo en vista de los gestos de comprensión de Charlie- es más parecido a la absolución. Incluso a la rendición.
Nunca estuve seguro del todo de que Marlena lo supiera. En aquel momento había tal caos en la carpa de las fieras que no tengo ni idea de lo que vio, y nunca saqué el tema. No podía hacerlo porque no quería arriesgarme a que cambiara lo que sentía por Rosie o, para ser sinceros, lo que sentía por mí. Puede que Rosie fuera la que le mató, pero yo también quería que muriera.
Al principio, callé para proteger a Rosie -y sin duda necesitaba protección: en aquellos días las ejecuciones de elefantes no eran cosa rara-, pero nunca tuve excusa para ocultárselo a Marlena. Aunque hubiera supuesto que se endureciera con Rosie, nunca le habría hecho el menor daño. En toda la historia de nuestro matrimonio ése fue el único secreto que no le conté, y al final resultó imposible rectificar. Con un secreto como ése llega un punto en que el secreto en sí mismo no tiene importancia. Es el hecho de guardarlo lo que la tiene.
Después de oír mi relato, Charlie no se muestra en absoluto escandalizado o moralizante, y yo siento un alivio tan grande que, cuando ya le he contado la estampida, sigo hablando. Le hablo de los años que pasamos en el Ringling, y cómo nos marchamos tras el nacimiento de nuestro tercer hijo. Marlena ya estaba un poco harta de estar en la carretera -me imagino que por una cierta necesidad de nido-, y además a Rosie se le echaban los años encima. Por suerte, el veterinario en plantilla del Zoológico Brookfield de Chicago eligió aquella primavera para estirar la pata y me admitieron encantados: no sólo tenía siete años de experiencia con animales exóticos y un título muy valioso, sino que además aportaba una elefanta.
Compramos una casa en el campo lo bastante lejos del zoo para tener los caballos y lo bastante cerca como para que el trayecto en coche al trabajo no fuera demasiado duro. Los caballos digamos que se jubilaron, a pesar de que Marlena y los niños lo montaban de vez en cuando. Se pusieron gordos y felices... Los caballos, no los niños, ni Marlena, por supuesto. Bobo también vino con nosotros, naturalmente. A lo largo de los años se metió en más líos que todos los niños juntos, pero le quisimos lo mismo.
Aquellos tiempos fueron maravillosos, ¡los días más felices de mi vida! Las noches en blanco, los niños berreando; los días en que la casa parecía haber sido devastada por un huracán por dentro; los tiempos en que tuve cinco hijos, un chimpancé y una mujer en la cama con fiebre. Incluso cuando se derramaba el cuarto vaso de leche en la misma noche o los chillidos estridentes amenazaban con partirme el cráneo, o cuando tuve que pagar la fianza de uno u otro de mis hijos -y, en una ocasión memorable, la de Bobo- por alguna complicación sin importancia en la comisaría de policía, fueron años magníficos, geniales.
Pero todo pasó volando. Un día Marlena y yo estábamos liados hasta las cejas y al día siguiente los chicos estaban pidiéndonos el coche y cambiando el corral por la universidad. Y ahora, heme aquí. Con noventa años y solo.

ESTÁS LEYENDO
Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...