CONTINUACIÓN

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Poco después el tren se pone en marcha. Unas docenas de hombre enfurecidos nos siguen un rato blandiendo horcas y bates de béisbol, aunque su verdadera intención es tener algo que contar durante la cena. Si de verdad hubieran querido pelea, han tenido bastante tiempo antes de que arrancáramos. No es que no entienda su punto de vista: sus mujeres e hijos llevaban días esperando al circo y probablemente ellos mismos estaban deseando ver las otras atracciones que se rumoraba que podían visitar al final de la explanada. Y ahora, en vez de estar disfrutando de los encantos de la espléndida Barbara, tienen que conformarse con sus revistitas pornográficas. Comprendo que los chicos se hayan ofuscado.

Kinko y yo nos balanceamos en un silencio hostil mientras el tren va adquiriendo velocidad. Él va tumbado en su camastro, leyendo. Queenie reposa la cabeza en sus calcetines. Duerme casi todo el tiempo, pero cuando está despierta, me observa. Yo me siento en la manta, con los huesos cansados, pero no tanto como para tumbarme y soportar las indignidades de los parásitos y el moho.

A la hora que debería ser de la cena, me levanto y me desperezo. Los ojos de Kinko se clavan en mí con rapidez desde el otro lado del libro y luego regresan a la lectura.

Me acerco a los caballos y me quedo mirando sus ancas alternativamente blancas y negras. Cuando los subimos al vagón, los reajustamos para darle a Silver Star el espacio de cuatros caballos. A pesar de que los demás se encuentran ahora en cubiles desconocidos, parecen no sentir la mayor inquietud, probablemente porque los hemos colocado en el orden de siempre. Los nombres que hay tallados en los postes ya no corresponden a los ocupantes, pero puedo extrapolarlos. El cuarto caballo se llama Blackie. No sé si su personalidad se parecerá a la de su tocayo humano.

No veo a Silver Star, lo que significa que debe de estar tumbado. Esto es bueno y malo a la vez: bueno porque le quita peso al casco, y malo porque quiere decir que le duele tanto que no quiere estar de pie. Debido a la forma en que están construidas las caballerizas, no puedo ir a ver a Silver Star hasta que hagamos una parada y saquemos a los otros caballos.

Me siento frente a la puerta abierta y contemplo cómo pasa el paisaje hasta que oscurese. Al final, me desplomo y me quedo dormido.

Me parece que sólo han pasado unos segundos cuando los frenos empiezan a chirriar. Casi inmediatamente, se abre la puerta de la habitación de las cabras y Kinko sale al tosco vestíbulo acompañado de Queenie. Kinko apoya un hombro en la pared con las manos metidas de los bolsillos y me ignora intencionadamente. Cuando por fin nos detenemos, salta la suelo, se vuelve y da dos palmadas. Queenie salta a sus brazos y ambos desaparecen.

Yo me pongo de pie y echo un vistazo a través de la puerta abierta.

Estamos en una vía muerta en medio de la nada. Las otras dos secciones del tren también se encuentran aquí, paradas en la vía delante de nosotros, con casi un kilómetro de distancia entre una y otra.

Bajo la luz del amanecer, la gente desciende de los vagones. Los artistas se desperezan gruñendo y forman grupos para charlar y fumar mientras los trabajadores colocan las rampas y bajan el ganado.

August y sus hombres aparecen en cuestión de minutos.

—Joe, encárgate tú de los monos—dice—. Pete, Otis, bajad a los herbívoros y dadles agua, ¿de acuerdo? Llevadles al arroyo en vez de a los abrevaderos. Tenemos que ahorrar agua.

—Pero no bajéis a Silver Star —le digo.

Se hace un largo silencio. Los hombres me miran a mí primero, luego a August, que tiene un brillo de acero en la mirada.

—Sí —dice por fin—. Exacto. No bajéis a Silver Star.

Da la vuelta y se aleja. El resto de los hombres me miran con los ojos desencajados.

Troto unos metros para alcanzar a August.

—Lo siento —digo ajustando mi paso al suyo—. No era mi intención dar órdenes.

Se para delante del vagón de los camellos y abre las puertas. Nos reciben los gruñidos y quejas de los inquietos dromedarios.

—No pasa nada, muchacho —dice August alegremente, pasándome un cubo lleno de carne—. Puedes ayudarme a dar de comer a los felinos —agarro el asa metálica del cubo. Una furiosa nube de moscas se levanta de él.

—Oh, Dios mío —digo. Dejo el cubo en el suelo y me giro conteniendo una arcada. Me quito las lágrimas de los ojos sin dejar de tener náuseas—. August, no les podemos dar esto.

—¿Por qué no?

—Está malo.

No hay respuesta. Me doy la vuelta y descubro que August ha dejado otro cubo a mi lado y se ha ido. Desfila ya por la vía acarreando en una carretilla otros dos cubos. Agarro la mía y le sigo.

—Está podrida. Estoy seguro de que los animales no la van a querer comer —continúo.

—Esperemos que sí. En caso contrario, tendremos que tomar alguna decisión difícil.

—¿Eh?

—Todavía nos queda un largo viaje hasta Joliet y, por desgracia, nos hemos quedado sin cabras.

Estoy demasiado aturdido para responder.

Cuando llegamos a la segunda sección del tren, August se sube a uno de los vagones de plataforma y abre los laterales de dos jaulas de felinos. Abre los candados, los deja colgando en las puertas y vuelve a saltar a la grava.

—Bueno, adelante —dice dándome una palmada en la espalda.

—¿Qué?

—Se comen un cubo cada uno —me apremia.

Me subo indeciso a la plataforma del vagón. El olor a orina de felino es abrumador. August me pasa los cubos de carne, uno a uno. Los dejo sobre los ajados tablones de madera, intentando no respirar.

Cada una de las jaulas de los felinos tiene dos compartimentos: a mi izquierda hay un par de leones. A mi derecha, un tigre y una pantera. Los cuatro son inmensos. Todos levantan las cabezas, olfateando, erizando los bigotes.

—Bueno, empieza ya —dice August.

—¿Qué hago? ¿Abro la puerta y se lo tiro adentro?

—A no ser que se te ocurra algo mejor.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora