VEINTE

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Cuando despierto, Marlena ha desaparecido. Salgo a buscarla inmediatamente y la encuentro saliendo del coche de Tío Al con Earl. La acompaña al vagón número 48 y hace que salga August mientras ella está dentro.

Me alegro de comprobar que August tiene tan mal aspecto como yo, lo que significa como un tomate pocho y apaleado. Cuando Marlena sube al vagón, él grita su nombre e intenta seguirla, pero Earl le corta el paso. August, nervioso y desesperado, se desplaza de una ventana a otra, se levanta sobre las puntas de los dedos, gimotea y destila arrepentimiento.

Nunca volverá a pasar. La quiere más a que su propia vida, y ella sin duda lo sabe. No sabe qué es lo que le pasó. Hará cualquier cosa, ¡lo que sea!, para que le perdone. Es una diosa, una reina, y él no es más que un desdichado pozo de remordimientos. ¿No se da cuenta de cuánto lo siente? ¿Está intentando atormentarle? ¿Es que no tiene corazón?

Marlena sale llevando una maleta y pasa delante de él sin dirigirle ni una mirada. Lleva un sombrero de paja con el ala flexible ladeada sobre el ojo amoratado.

—¡Marlena! —grita August acercándose a ella y agarrándola de un brazo.

—Déjala —le dice Earl.

—Por favor. Te lo suplico —dice August. Se postra de rodillas sobre la tierra. Sus manos se deslizan por el brazo de ella hasta que queda sujetándole la mano izquierda. Se le arrima a la cara, la cubre de lágrimas y de besos mientras ella, imperturbable, pierde la mirada en la distancia.

—Marlena, cariño, mírame. Estoy de rodillas. Te lo suplico. ¿Qué más puedo hacer? Mi vida, mi amor, por favor, ven conmigo dentro. Vamos a hablar. Encontraremos una solución.

Rebusca en sus bolsillos y saca un anillo que intenta poner en el dedo corazón de la mujer. Ella le retira la mano y empieza a caminar.

—¡Marlena! ¡Marlena! —ahora grita, y hasta las partes intactas de su cara han perdido el color. El pelo le cae sobre la frente—. ¡No puedes hacerme esto! ¡Esto no es el final! ¿Me oyes? ¡Marlena, eres mi mujer! Hasta que la muerte nos separe, ¿recuerdas? —se pone de pie con los puños cerrados—. ¡Hasta que la muerte nos separe! —grita.

Marlena me entrega su maleta sin detenerse. Doy la vuelta y la sigo en su paso firme sobre la hierba seca, con la mirada fija en su estrecha cintura. Sólo cuando llega al final de la explanada reduce el paso lo suficiente para que pueda ponerme a su lado.

—¿Puedo ayudarles? —dice el empleado del hotel levantando la mirada cuando la campanilla de la puerta anuncia nuestra llegada. Su expresión inicial de solícita cortesía se transforma en una de alarma primero y de desprecio después. Es la misma combinación que he visto en las caras de todos los que nos hemos cruzado de camino aquí. Una pareja de edad mediana que está sentada en un sofá junto a la puerta nos mira boquiabierta sin pudor.

Y es que hacemos una buena pareja. La piel que rodea el ojo de Marlena se ha vuelto de un azul impactante, pero al menos su cara mantiene la forma; la mía está machacada y en carne viva, alternando moretones con heridas abiertas.

—Necesito una habitación —dice Marlena.

El empleado la mira con desdén.

—No nos queda ninguna —replica empujándose las gafas hacia arriba con un dedo. Y vuelve a su libro de registro.

Dejo la maleta en el suelo y me pongo al lado de Marlena.

—El cartel dice que hay habitaciones libres.

Él frunce los labios hasta que son una fina línea altanera.

—Entonces está mal.

Marlena me toca el codo.

—Vamos, Jacob.

—No, no nos vamos —digo encarándome de nuevo con el empleado—. La señora necesita una habitación y ustedes las tienen libres.

Él mira detenidamente la mano izquierda de Marlena y levanta una ceja.

—No admitimos a parejas que no estén casadas.

—No es para los dos. Sólo para ella.

—Sí, sí —dice.

—Ten cuidadito, amigo —le digo—. No me gusta lo que estás insinuando.

—Vámonos, Jacob —insiste Marlena. Con ma mirada fija en el suelo, está todavía más pálida que antes.

—No estoy insinuando nada —dice el empleado.

—Jacob, por favor —dice Marlena—. Vámonos a otro sitio.

Le lanzo al empleado una última y devastadora mirada que le indica con precisión lo que le haría si Marlena no estuviera aquí y recojo la maleta. Ella se dirige a la puerta.

—¡Ah, claro, ya sé quién es usted! —dice la mitad femenina de la pareja que ocupa el sofá—. ¡Es la chica de los carteles! ¡Sí! Estoy segura —se gira hacia al hombre que tiene al lado—. ¡Norbert, es la chica de los carteles! ¿Verdad que sí? Señorita es usted la estrella del circo, ¿no?

Marlena abre la puerta, se coloca bien el ala del sombrero y sale. Yo la sigo.

—Esperen —exclama el empleado—. Puede que tengamos una...

Cierro la puerta de golpe al salir.

El hotel que hay tres portales más abajo no tiene tantos miramientos, aunque el empleado me desagrada tanto como el anterior. Se muere de ganas de saber qué ha pasado. Sus ojos nos recorren de arriba abajo, brillantes, curiosos, obscenos. Sé lo que pensaría si el ojo morado de Marlena fuera la única lesión a la vista, pero como yo tengo mucho peor aspecto que ella, la historia no está tan clara.

—Habitación 2B —dice balanceando una llave delante de sí sin dejar de observarnos fijamente—. Suban las escaleras y a la derecha. Al final del pasillo.

Sigo a Marlena contemplando sus sinuosas pantorrillas escaleras arriba.

Lucha con la llave un minuto y luego se retira a un lado dejándola metida en la cerradura.

—No puedo abrir. ¿Puedes intentarlo tú?

La remuevo en la cerradura. Tras unos segundos, el cerrojo se desliza. Empujo la puerta y me echo a un lado para dejar pasar a Marlena. Tira el sombrero sobre la cama y va hacia la ventana, que está abierta. Una ráfaga de viento infla la cortina, empujándola primero al interior de la habitación, y luego aspirándola de nuevo contra la mosquitera de la ventana.

La habitación es sencilla pero correcta. El papel pintado y las cortinas son de flores y el cubrecama, de chenilla. La puerta del cuarto de baño está abierta. Es muy grande, y la bañera tiene patas con garras de animal.

Suelto la maleta y me quedo de pie, incómodo. Marlena me da la espalda. Tiene un corte en el cuello, donde se le clavó el cierre del collar.

—¿Necesitas algo más? —pregunto dando vueltas al sombrero en las manos.

—No, gracias —contesta ella.

La miro un rato más. Tengo ganas de cruzar la habitación y estrecharla entre mis brazos, pero en vez de hacerlo me voy, cerrando la puerta suavemente al salir.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora