CONTINUACIÓN

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Vuelvo al vagón de los caballos y me tumbo en mi jergón, asqueado hasta más allá de cualquier límite por la idea de lo que está ocurriendo en la carpa de las fieras, y aún más asqueado por no estar haciendo nada para evitarlo.

Al cabo de unos minutos regresan Walter y Queenie. Él todavía lleva la ropa de escena: un traje blanco con lunares de todos los colores, un sombrero triangular y una gola rizada. Se viene limpiando la cara con un trapo.

—¿Qué puñetas ha sido eso?—dice plantándose ante mí, de manera que tengo sus zapatones rojos delante de la cara.

—¿Qué? —digo.

—Lo de la Parada. ¿Era parte del número?

—No —le digo.

—Madre mía —dice—. Madre mía. En ese caso, menuda improvisación. Marlena es realmente maravillosa. Claro que eso tú ya lo sabías, ¿verdad?—chasca la lengua y se inclina para tocarme en un hombro.

—¿Quieres dejar ya el tema?

—¿Qué? —dice abriendo las manos con un gesto de pretendida inocencia.

—No tiene gracia. Se ha hecho daño, ¿sabes?

Walter borra la sonrisa maliciosa.

—Ah. Oye, lo siento, hombre. No lo sabía. ¿Es grave?

—Todavía no lo sé. Están esperando al médico.

—Mierda. Lo siento, Jacob. De verdad —se vuelve hacia la puerta y respira profundamente—. Pero ni la mitad de lo que va a sentir ese pobre animal.

Hago una pausa.

—Ya lo está sintiendo, Walter. De eso puedes estar seguro.

Su mirada se pierde fuera de la puerta.

—Joder —dice. Se pone las manos en la cadera y mira al otro lado de la explanada—. Joder. Ya estoy seguro.


A la hora de la cena me quedo en el vagón, y también durante la función de noche. Me da miedo que al ver a August se apodere de mí el impulso de matarle.

Le odio. Le odio por ser tan brutal. Odio estar en deuda con él. Odio haberme enamorado de su mujer y que me haya pasado algo parecido con esa elefanta. Y por encima de todo, odio no haber sabido proteger a los dos. Ignoro si la elefanta es lo bastante inteligente como para relacionarme con su castigo y me pregunto por qué no he hecho nada por evitarlo, pero así ha sido.

—Luxación de pie —dice Walter cuando regresa—. ¡Venga, Queenie, arriba! ¡Arriba!

—¿Qué? —balbuceo. No me he movido desde que se fue.

—Marlena tiene una luxación en el pie. Estará recuperada en un par de semanas. He pensado que te gustaría saberlo.

—Ah. Gracias —digo.

Se sienta en el camastro y me observa un buen rato.

—Bueno, ¿y qué es lo que os pasa a August y a ti?

—¿Qué quieres decir?

—¿Estáis enfadados o qué?

Me incorporo hasta sentarme en el jergón y apoyo la espalda en la pared.

—Odio a ese cabrón —digo por fin.

—¡Ja! —rezonga Walter—. Vale, o sea que tienes un poco de sensatez. Y entonces, ¿por qué pasas todo el tiempo con él?

No contesto.

—Perdona. Se me había olvidado.

—No te enteras de nada —digo poniéndome en pie.

—¿No?

—Es mi jefe y no tengo más remedio.

—Es verdad. Pero también es verdad lo de su mujer y tú lo sabes.

Levanto la cabeza y le lanzo una mirada furibunda.

—Vale, vale —dice levantando las manos como si se rindiera—. Yo me callo. Ya sabes lo que tienes que hacer —se gira y revuelve en su caja—. Toma —dice lanzándome una revista pornográfica. Se desliza por el suelo y se detiene a mi lado—. No es Marlena, pero es mejor que nada.

Cuando se marcha, la cojo y paso las hojas. Pero, a pesar de las explícitas y exageradas imágenes, no logro que despierte en mí el menor interés que el señor Director del Estudio se tire a la aspirante a estrella flacucha y con cara de caballo.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora