CATORCE

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Han pasado seis días desde el accidente de Marlena y todavía no se ha dejado ver. August ya no viene a comer a la cantina, así que yo como en nuestra mesa llamativamente solo. Cuando coincido con él durante el cuidado de los animales, se muestra educado pero distante.

Rosie, por su parte, es trasladada a cada ciudad en la carreta del hipopótamo y exhibida en la carpa de las fieras. Ha aprendido a seguir a August del vagón a la tienda, y en compensación él ha dejado de propinarle aquellas palizas de muerte. Ella se desplaza pesadamente a su lado y él camina con la pica firmemente clavada en la carne de su pata delantera. Una vez en la carpa de las fieras, se instala detrás del cordón de separación y es feliz seduciendo al público y aceptando sus dulces. Tío Al no lo ha precisado, pero no parece que haya planes  inmediatos para montar otro número con elefante.

A medida que pasan los días me pongo más nervioso por Marlena. Cada vez que me acerco a la cantina espero encontrarla allí. Y cada vez que no la veo, se me cae el alma a los pies.

Es el final de otro largo día en una u otra puñetera ciudad —todas parecen iguales desde las vías de servicio—, y el Escuadrón Volador se prepara para partir. Estoy tirado en mi jergón leyendo Otelo y Walter lee a Wordsworth en su camastro. Queenie está acurrucada contra él.

La perra levanta la cabeza y gruñe. Walter y yo nos erguimos.

La gran cabeza calva de Earl se asoma por el quicio de la puerta.

—¡Doc! —dice mirándome a mí—. ¡Oye! ¡Doc!

—Hola, Earl. ¿Qué pasa?

—Necesito tu ayuda.

—Por supuesto. ¿De qué se trata?—digo bajando el libro. Echo una mirada a Walter, que ha agarrado a la temblorosa Queenie y se la ciñe a un lado. Ésta no ha dejado de gruñir.

—Se trata de Camel —dice Earl en voz baja—. Tiene problemas.

—¿Qué clase de problemas?

—Problemas en los pies. Se le han quedado como muertos. Anda arrastrándolos. Y tampoco tiene muy bien las manos.

—¿Está borracho?

—En este preciso momento, no. Pero no se nota mucha diferencia.

—Pero, coño, Earl —le digo—. Tiene que verle un médico.

Earl arruga la frente.

—Pues sí. Por eso estoy aquí.

—Earl, yo no soy médico.

—Eres médico de animales.

—No es lo mismo.

Miro a Walter, que hace como que está leyendo.

Earl parpadea expectante.

—Mira —le digo por fin—, si se encuentra mal, déjame que hable con August o con Tío Al a ver si pueden llamar a un médico en Dubuque.

—No van a llamar a un médico.

—¿Por qué no?

Earl se me endereza impulsado por una indignación evidente.

—Maldita sea. No sabes nada, ¿verdad?

—Si le pasa algo serio estoy seguro de que ellos...

—Le echarían del tren, eso es lo que harían —dice Earl tajante—. Si fuera uno de los animales...

Pienso en lo que ha dicho unos instantes antes de admitir que tiene razón.

—Vale. Yo me encargo del médico.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora