CONTINUACIÓN

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El agua que queda en el fondo de los cubos de los caballos está turbia y tiene granos de avena flotando. Pero no deja de ser agua, así que saco los cubos, me quito la camisa y me la echo por encima de los brazos, la cabeza y el pecho.

—No te sientes muy limpio, ¿verdad, Doc? —dice August.

Estoy inclinado y el agua me chorrea del pelo. Me limpio los ojos y me incorporo.

—Perdón. No he visto otra agua que pudiera usar y la iba a tirar de todas formas.

—No, no, no pasa nada. No podemos esperar que nuestro veterinario viva como un peón, ¿verdad? Te voy a decir una cosa, Jacob. Ahora ya es un poco tarde, pero cuando lleguemos a Joliet pediré que te den tu propia agua. Los artistas y los jefes reciben dos cubos al día; más si estás dispuesto a untar al encargado—dice mientras frota los dedos pulgar e índice—. También te pondré en contacto con el Hombre de los Lunes para ver si te consigue algo de ropa.

—¿El Hombre de los Lunes?

—¿Qué día hacía tu madre la colada, Jacob?

Me quedo mirándole.

—No querrás decir que...

—Toda esa ropa colgada en los tendederos. Sería una pena que la desperdiciáramos.

—Pero...

—No te preocupes, Jacob. Si no quieres saber la respuesta a una pregunta, no preguntes. Y no te laves con ese fango. Sígueme.

Me lleva al otro lado de la explanada, a una de las tres carpas que quedan en pie. Dentro hay cientos de cubos, ordenados en fila de dos delante de baúles y percheros de ropa, con nombres o iniciales pintados en el lateral. Hombres en diversos grados de desnudez los están utilizando para lavarse y afeitarse.

—Toma —dice señalando dos cubos—. Utiliza estos dos.

—Pero ¿y Walter? —pregunto leyendo el nombre que tienen fuera.

—Ah, conozco a Walter. Lo entenderá. ¿Tienes cuchilla?

—No.

—Yo tengo alguna por ahí —dice señalando al otro lado de la carpa—. Allí, al fondo. Tienen una etiqueta con mi nombre. Pero date prisa, calculo que nos iremos de aquí dentro de media hora.

—Gracias —le digo.

—De nada —dice él. Te dejo una camisa en el vagón de los caballos.




Cuando regreso al vagón me encuentro a Silver Star apoyado en la pared, con heno hasta las rodillas. Tiene la mirada vidriosa y el pulso acelerado.

Los demás caballos todavía están fuera, de manera que puedo echar mi primer vistazo serio al lugar. Tiene dieciséis plazas de pie delimitadas por separadores que se deslizan una vez ha entrado cada uno de los caballos. Si no se hubiera reformado el vagón para recoger a las misteriosas y desaparecidas cabras, podrían caber hasta treinta y dos caballos.

Encuentro una camisa blanca limpia colocada en un lado del camastro de Kinko. Me quito la vieja y la tiro sobre la manta del rincón. Antes de ponerme la nueva, me la acerco a la nariz y agradezco el aroma del jabón de lavar. Cuando me la estoy abotonando, me llaman la atención los libros de Kinko. Están encima de la caja, junto a la lámpara de queroseno. Me meto la camisa por el pantalón, me siento en el camastro y agarro el de encima de la pila.

Son las obras completas de Shakespeare. Debajo de ellas hay una colección de poemas de Wordsworth, una Biblia y un volumen de obras de teatro de Oscar Wilde. Entre las cubiertas de las obras de Shakespeare se esconden unos cuantos ejemplares de revistas gráficas. Las conozco inmediatamente. Son revistas pornográficas. Hojeo una de ellas. Una Olivia toscamente dibujada yace en la cama con las piernas abiertas, desnuda salvo por los zapatos. Se separa los labios vaginales con los dedos. Sobre su cabeza, en un bocadillo de pensamiento, se ve a Popeye con una erección descomunal que le llega hasta la barbilla. Pilón, con una erección no menos enorme, la espía por la ventana.

—¿Qué puñetas crees que estás haciendo?

Dejo caer la revista y luego me agacho para recogerla.

—¡Déjala donde está, puñetas!—dice Kinko acercándose a mí como una fiera y arrancándomela de la mano—. ¡Y vete a hacer puñetas de mi cama!

Me levanto de un brinco.

—Mira, amigo —dice estirándose para clavarme el índice en el pecho—. No estoy precisamente encantando de tener que compartir mi habitación contigo, pero parece ser que no tengo otra elección en este asunto. Pero puedes estar seguro que sí tengo elección respecto a que curiosees en mis cosas.

Va sin afeitar, y sus ojos azules relampaguean en una cara que se le ha puesto del color de las remolachas.

—Tienes razón —tartamudeo—. Lo siento. No tendría que haber tocado tus cosas.

—Escucha, ceporro. Yo tenía aquí un sitio magnífico hasta que apareciste tú. Y además hoy estoy de mal humor. Algún gilipollas me ha quitado el agua, así que será mejor que te quites de delante. Puede que sea pequeño, pero no creas que no puedo contigo.

Abro los ojos como platos. Intento disimular, pero es demasiado tarde.

Él aprieta los ojos hasta que no son más que ranuras. Se fija en la camisa, en mi cara recién afeitada. Lanza la revista pornográfica al camastro.

—Joder. ¿Es que no has hecho ya suficiente?

—Lo siento. Lo digo en serio. No sabía que era tuya. August me dijo que podía usarla.

—¿También te ha dicho que podías hurgar en mis cosas?

Hago una pausa, avergonzado.

—No.

Recoge los libros y los guarda en la caja de embalaje.

—Kinko... Walter... Perdona.

—Oye, para ti soy Kinko. Sólo mis amigos me llaman Walter.

Voy hasta el rincón y me derrumbo sobre mi manta de caballo. Kinko ayuda a Queenie a subirse a la cama y se echa a su lado, clavando la mirada en el techo con tal intensidad que temo que empiece a arder.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora