CUATRO

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Paso los siguientes cuarenta y cinco minutos haciendo guardia delante de la tienda camerino de Barbara mientras ella recibe a los caballeros que quieren visitarla. Sólo cinco están dispuestos a separarse de los dos dólares de rigor y guardan su puesto en la cola de mala gana. Entra el primero y, tras siete minutos de jadeos y resoplidos, sale de nuevo, peleándose con la bragueta. Se aleja con pasos inseguros y entra el siguiente.

Cuando ya se ha ido el último, Barbara aparece en la puerta. Está desnuda salvo por una bata de seda oriental que no se ha molestado en cerrar. Tiene el pelo revuelto, la boca manchada de carmín. Lleva un cigarrillo encendido en la mano.

-Se acabó, cariño -dice despidiéndome con un gesto. Hay whisky en su aliento y en sus ojos-. Esta noche no hay regalos.

Regreso a la carpa del placer para ayudar a apilar las sillas y a desmontar el escenario mientras Cecil cuenta el dinero. Al final, soy un dólar más rico y tengo todo el cuerpo rígido.

La gran carpa sigue en pie, reluciente como un coliseo fantasma y palpitando al ritmo del que toca la banda. Me quedo con la mirada fija en ella, hechizado por el sonido de las reacciones del público. Ríen, aplauden y silban. De vez en cuando se oye un suspiro colectivo o una salva de grititos nerviosos. Miro el reloj de bolsillo: son las diez menos cuarto.

Se me ocurre intentar ver lo que queda del espectáculo, pero me temo que su cruzo la explanada me secuestren para alguna otra tarea. Los peones, después de pasarse gran parte del día durmiendo en cualquier rincón que les viniera bien, están desmontando la gran cuidad de lona con la misma eficiencia con la que la levantaron. Las tiendas caen al suelo y los postes se desmontan. Caballos, carretas y hombres se mueven por la explanada llevándolo todo de nuevo hacia las vías del tren.

Me siento en el suelo y hundo la cabeza entre las rodillas recogidas.

-¿Jacob? ¿Eres tú?

Levanto la mirada. Camel se inclina sobre mí entrecerrando los párpados.

-Caray, no sabía si eras tú-dice-. Estos ojos cansados ya no funcionan tan bien como antes.

Se deja caer a mi lado y saca una pequeña botella verde. Le quita el corcho y le da un trago.

-Me estoy haciendo demasiado viejo para esto, Jacob. Todos los días acabo con el cuerpo entero dolorido. Demonios, ahora mismo me duele todo y ni siquiera se ha acabo el día. El Escuadrón Volador probablemente no arranque hasta dentro de dos horas y volveremos a empezar todo este puñetero trajín cinco horas después. Ésta no es vida para un anciano.

Me pasa la botella.

-¿Qué demonios es esto? -digo mirando sorprendido el líquido turbio.

-Extracto de jengibre -dice, y me lo arrebata.

-¿Estás bebiendo extracto?

-Sí, ¿qué pasa?

Nos quedamos en silencio unos instantes.

-Maldita prohibición -dice Camel por fin-. Esta cosa sabía bien hasta que el gobierno decidió que no debía ser así. Cumple su cometido, pero sabe a rayos. Y es una putada, porque es lo único que consigue que estos ancianos huesos sigan en marcha. Estoy casi acabado. No sirvo para nada más que para taquillero, y supongo que soy demasiado feo para eso.

Le echo una mirada y decido que tiene razón.

-¿No hay ninguna otra cosa que pudieras hacer? ¿Tal vez entre bastidores?

-Taquillero es la última parada.

-¿Qué harás cuando ya no puedas valerte por ti mismo?

-Supongo que me espera una cita con Blackie. Oye -dice volviéndose hacia mí esperanzado-, ¿tienes un cigarrillo?

-No. Lo siento.

-Ya lo suponía.

Nos quedamos callados, observando cómo las cuadrillas llevan el equipamiento, los animales y las lonas al tren. Los artistas que van saliendo por la parte de atrás de la gran carpa desaparecen en las carpas de camerinos y salen otra vez con ropa de calle. Se quedan formando gupos, riendo y charlando, algunos de ellos quitándose todavía el maquillaje. Incluso sin sus trajes de escena llaman la atención. Los desaliñados peones se mueven a su alrededor ocupando el mismo universo, pero pareciera que en otra dimensión. No se mezclan.

Camel interrumpe mi ensoñación.

-¿Eres universitario?

-Sí, señor.

-Eso me parecía.

Me ofrece la botella de nuevo, pero niego con la cabeza.

-¿Acabaste tus estudios?

-No -digo.

-¿Por qué no?

No respondo.

-¿Cuántos años tienes, Jacob?

-Veintitrés.

-Tengo un chico de tu edad.

La música ha terminado y los parroquianos empiezan a salir poco a poco de la gran carpa. Se paran, perplejos, preguntándose qué ha pasado con lo de las fieras por la que han entrado. A medida de que van saliendo por la puerta principal, un ejército de operarios entran por detrás y desmontan asientos, graderíos y piezas de la pista que amontonan ruidosamente en carretillas de madera. La gran carpa empieza a desmantelarse antes incluso de que el público acabe de salir. Camel tose aparatosamente, con un esfuerzo que sacude todo su cuerpo. Le miro para ver si necesita un golpe en la espalda, pero levanta una mano para detenerme. Sorbe, carraspea y escupe. Luego vacía la botella. Se limpia la boca con el dorso de la mano y clava la mirada en mí, observándome de arriba abajo.

-Escucha -me dice-. No es que intente meterme en tus cosas, pero sé que no llevas mucho tiempo en la carretera. Estás demasiado limpio, llevas ropa demasiado buena y no tienes ni una sola pertenencia. En la carretera se van acumulando cosas... Puede que cosas no muy buenas, pero las llevas contigo quieras o no. Ya sé que no tengo derecho a decir nada, pero un chico como tú no debería estar en la calle. Yo he vivido así y no es vida -su brazo descansa sobre las rodillas flexionadas y tiene la cara vuelta hacia mí-. Si existe una vida a la que puedas volver, creo que eso es lo que tendrías que hacer.

Pasan unos instantes antes de que pueda responder.

Cuando lo hago, mi voz se quiebra:

-No existe.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora