SEIS

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El tren chirría, luchando contra la creciente resistencia de los frenos del aire. Al cabo de varios minutos, y tras un último y prolongado quejido, la gran bestia de hierro se detiene con estremecimiento y resopla.

Kinko retira las mantas y se levanta. No mide más de metro veinte de altura, si llega. Se estira, bosteza y chasca los labios, luego se rasca la cabeza, las axilas y los testículos. La perra baila alrededor de sus pies, meneando furiosamente su cola cortada. 

-Vamos, Queenie -dice cogiéndola en brazos-. ¿Quieres salir? ¿Queenie quiere salir? -planta un beso en la cabeza blanca  y marrón del animal y cruza la pequeña habitación.

Yo lo observo desde mi manta arrugada tirada en el rincón.

-¿Kinko? -digo.

Si no fuera por la violencia con la que cierra la puerta, diría que no me ha oído.





Estamos en una vía lateral detrás del Escuadrón Volador, que, evidentemente, lleva algunas horas allí. La ciudad de lona ya se ha erigido, para deleite de la multitud de habitantes del pueblo que se pasea contemplándolo todo. Filas de chiquillos se sientan encima del Escuadrón Volador, observando la explanada con ojos brillantes. Sus padres están congregados debajo y señalan las diferentes maravillas que aparecen ante ellos.

Los trabajadores del tren principal se bajan de los coches cama, encienden  cigarrillos y cruzan la explanada en dirección a la cantina. Su bandera azul y naranja ya ondea y la caldera eructa vapor a su lado, dando un alegre testimonio del desayuno que ofrece.

Los artistas van saliendo de los vagones de la cola del tren, claramente de mejor calidad. Existe una jerarquía evidente: cuanto más cerca de la cola, más impresionantes las estancias que contienen. El mismísimo Tío Al desciende del vagón anterior al furgón de cola. No puedo evitar reparar en que Kinko y yo somos los viajeros humanos que más cerca van de la locomotora.

-¡Jacob!

Me doy la vuelta. August se dirige hacia mí a grandes zancadas con una camisa limpia y la cara bien afeitada. Su pelo brillante muestra la huella reciente de un peine.

-¿Que tal estamos esta mañana, muchacho? -pregunta.

-Muy bien -respondo-. Un poco cansado.

-¿Te ha dado algún problema el duendecillo ese?

-No -le digo-. Se ha portado bien.

-Bien, bien -junta las manos con una palmada-. Entonces, ¿vamos a echarle un vistazo a ese caballo? Dudo que sea nada serio. Marlena los mima demasiado. Ah, mira, ahí está la damisela en cuestión. Ven aquí, cariño -dice en voz alta-. Quiero presentarte a Jacob. Es admirador tuyo.

Noto que el rubor se extiende por mi cara.

Marlena se detiene junto a él y me dedica una sonrisa mientras August se vuelve hacia el vagón de los caballos.

-Es un placer conocerle -dice alargando una mano. De cerca todavía se parece más a Catherine: rasgos delicados, pálida como la porcelana, con una nube de pecas sobre el puente de la nariz. Brillantes ojos azules y el pelo de un color lo bastante oscuro como para no poder ser calificado de rubio.

-El placer es mío -digo dolorosamente consciente de que no me he afeitado desde hace dos días, que la ropa me huele a estiércol y que éste no es el único olor desagradable que emana de mi cuerpo.

Ella inclina la cabeza ligeramente.

-Dígame, ¿no le vi a usted ayer? ¿En la carpa de las fieras?

-No lo creo -digo mintiendo por instinto.

-Claro que sí. Justo antes del espectáculo. Cuando la jaula del chimpancé se cerró de golpe.

Observo a August, pero él sigue mirando para otro lado. Marlena sigue la dirección de mis ojos y parece entender.

-Usted no es Boston, ¿verdad? -pregunta en voz más baja.

-No. Nunca he estado allí.

-Ah -dice ella-. Es que me resulta algo familiar. ¡En fin! -continúa con alegría-. Auggie dice que es usted veterinario -al oír su nombre, August se da la vuelta.

-No -digo-. Bueno, no exactamente.

-Es demasiado modesto -dice August-. ¡Pete! ¡Oye, Pete!

Hay un grupo de hombres delante de la puerta del vagón de los caballos, colocando una rampa con barandillas a los lados. Uno, alto y con pelo oscuro, se gira.

-¿Sí, jefe? -dice.

-Baja a los demás y traénos a Silver Star, ¿quieres?

-Ahora mismo.

Once caballos después -cinco blancos y seis negros-, Pete entra una vez más al vagón. Sale al cabo de un momento.

-Silver Star no quiere moverse, jefe.

-Oblígale -dice August.

-Ah, no, de eso nada -dice Marlena lanzándole a August una mirada asesina. Luego sube la rampa y desaparece dentro del vagón.

August y yo esperamos fuera, escuchando cariñosos ruegos y chasquidos de lengua. Al cabo de unos minutos, Marlena reaparece en la puerta con el caballo árabe de crines plateadas.

Ella va delante, susurrando y haciendo ruiditos con la lengua. Él levanta la cabeza y retrocede. Acaba por seguirla rampa abajo, meneando la cabeza a cada paso. Al final de la rampa tira para atrás con tal violencia que casi se sienta sobre las ancas.

-Jesús, Marlena... Creí que habías dicho que estaba un poco flojo -dice August.

Marlena está demudada.

-Y lo estaba. Ayer no se le veía así de mal. Lleva unos cuantos días algo débil, pero nada parecido a esto.

Sigue haciendo chasquidos y tirando de él, hasta que el caballo pisa la gravilla. Tiene el lomo arqueado y apoya todo el peso que puede en las patas traseras. El corazón me da un vuelco. Es la típica forma de andar sobre huevos.

-¿Qué crees que puede ser? -me pregunta August.

-Dadme un minuto -digo, a pesar de que ya estoy seguro al noventa y nueve por cien-. ¿Teneís una pinza de tentar?

-No. Pero hay una en la herrería. ¿Quieres que mande a Pete?

-Todavía no. Puede que no la necesite.

Me agacho junto al flanco delantero izquierdo del caballo y deslizo la mano hacia abajo por la pata, desde el brazuelo hasta la cuartilla. Ni se mueve. Luego paso la mano por la parte delantera del casco. Está muy caliente. Coloco el pulgar y el índice en la parte de atrás de la cuartilla. Tiene el pulso arterial desbocado.

-Maldita sea -digo.

-¿Qué pasa? -pregunta Marlena.

Me levanto y agarro la pezuña de Silver Star. La mantiene firmemente pegada al suelo. 

-Vamos, chico -digo tirando del casco.

Por fin lo levanta. Tiene la planta hinchada y oscura, con una línea roja recorriendo el exterior. Lo suelto inmediatamente.

-El caballo tiene laminitis -digo.

-¡Oh, Dios mío! -exclama Marlena llevándose una mano a la boca.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora