CONTINUACIÓN

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Me apoyo en la puerta, resoplando aliviado.

—En serio, me sentiría mucho mejor si me dejaras buscarte otra habitación más lejos del circo.

—No. Quiero quedarme aquí.

—Pero ¿por qué?

—Ya ha pasado por aquí y cree que estoy en otro sitio. Además, no voy a poder esconderme siempre. Mañana tengo que volver al tren.

Ni siquiera lo había pensado.

Marlena cruza la habitación, deslizando una mano sobre la superficie de la mesita al pasar. Luego se deja caer en la silla y apoya la cabeza en el respaldo.

—Ha intentado pedirme perdón —le digo.

—¿Y lo has aceptado?

—Por supuesto que no —digo ofendido.

Marlena se encoge de hombros.

—Sería más fácil para ti si lo hicieras. Si no, lo más probable es que te despidan.

—¡Te ha pegado, Marlena!

Ella cierra los ojos.

—Dios mío... ¿Siempre ha sido así?

—Sí. Bueno, nunca me había pegado. Pero sus cambios de humor... Sí. Nunca sé lo que me voy a encontrar al despertarme.

—Tío Al dice que es esquizofrénico paranoico.

Ella baja la cabeza.

—¿Cómo lo has soportado?

—No tenía otra elección, ¿no crees? Me casé con él antes de saberlo. Ya le has visto. Si está feliz es el ser más encantador de la creación. Pero cuando algo le altera... —suspira y hace una pausa tan larga que no sé si va a continuar. Cuando lo hace, su voz suena trémula—. La primera vez que pasó sólo llevábamos tres semanas casados y me pegué un susto de muerte. Le dio tal paliza a uno de los trabajadores de la carpa de las fieras que perdió un ojo. Yo estaba presente. Llamé a mis padres y les pregunté si podía volver a casa, pero no quisieron ni hablar conmigo. Ya era bastante malo que me hubiera casado con un judío, ¿y ahora, además, quería el divorcio? Mi padre le obligó a mi madre a decirme que, para él, yo había muerto el día de mi fuga.

Cruzo la habitación y me arrodillo a su lado. Levanto las manos para acariciarle el pelo, pero en vez de hacerlo, al cabo de unos segundos las apoyo en los brazos de la silla.

—Tres semanas más tarde, otro de los trabajadores de la carpa de las fieras perdió un brazo mientras ayudaba a August a dar de comer a los felinos. Murió a causa de la hemorragia antes de que nadie pudiera averiguar los detalles. Entrada ya la temporada, descubrí que la única razón por la que yo podía contar con un grupo de caballos de pista era porque su entrenadora anterior, otra mujer, se tiró del tren en marcha después de pasar una velada con August en su compartimento. Ha habido otros incidentes, pero ésta es la primera vez que se ha vuelto contra mí —se dobla sobre sí misma. Un instante después, sus hombros se agitan.

—Eh, oye —digo sin saber qué hacer—. Ya. Ya. Marlena, mírame. Por favor.

Se incorpora y se seca la cara. Me mira a los ojos.

—¿Te vas a quedar conmigo, Jacob? —dice.

—Marlena...

—Shhhh —se desliza hasta el borde de la silla y pone un dedo sobre mis labios. Luego baja al suelo. Se arrodilla frente a mí, a pocos centímetros de distancia; su dedo tiembla pegado a mis labios.

—Por favor —dice—. Te necesito —tras una brevísima pausa, recorre mis rasgos, cuidadosa, suavemente, apenas rozándome la piel. Contengo la respiración y cierro los ojos.

—Marlena...

—No hables —dice con suavidad. Sus dedos revolotean alrededor de mi oreja y por mi nuca. Tiemblo. Todos los pelos de mi cuerpo se han puesto de punta.

Cuando sus manos se desplazan a mi camisa, abro los ojos. Desabrocha los botones, lenta, metódicamente. La contemplo sabiendo que debería detenerla. Pero no puedo. Me siento indefenso.

Cuando la camisa está abierta, la saca de los pantalones y me mira a los ojos. Se acerca y me roza los labios con los suyos, con tal delicadeza que no es ni un beso, apenas un contacto. Se detiene un segundo, dejando sus labios tan cerca de mi cara que puedo sentir su respiración en ella. Luego se inclina y me besa, un beso dulce, inseguro pero largo. El siguiente beso es todavía más intenso, el siguiente aún más, y antes de darme cuenta le estoy devolviendo los besos, con su cara entre mis manos mientras ella pasa sus dedos por mi pecho y luego desciende.

Cuando llega a los pantalones doy un respingo. Ella hace una pausa y dibuja el contorno de mi erección.

Se para. Yo me tambaleo y oscilo de rodillas. Sin dejar de mirarme a los ojos, toma mis manos y las lleva a sus labios. Planta un beso en cada palma y entonces las coloca sobre sus pechos.

—Tócame, Jacob.

Estoy perdido, acabado.

Sus pechos son pequeños y redondos, como limones. Los retengo y paso los pulgares sobre ellos, notando que el pezón se contrae bajo el algodón de su vestido. Aprieto mi boca maltrecha contra la suya y paso las manos por encima de sus costillas, de su cintura, sus caderas, sus muslos...

Cuando me desabrocha los pantalones y me toma en su mano, me separo.

—Por favor —jadeo con la voz ronca—. Por favor, déjame que entre en ti.

No sé cómo, logramos llegar a la cama. Cuando por fin me hundo en su cuerpo, grito en voz alta.

Después me pego a ella como una cuchara a otra.

Nos quedamos tumbados en silencio hasta que cae la noche, y entonces empieza a hablar titubeante. Pasa sus pies por mis tobillos, juega con las yemas de mis dedos y, al poco rato, las palabras fluyen. Habla sin necesidad de respuestas, ni espacio para ellas, de manera que yo me limito a abrazarla y a acariciarle el pelo. Me cuenta el dolor, la pena y el horror de los últimos cuatro años; de cómo había aprendido a aceptar que era la esposa de un hombre tan violento e inestable que su piel se erizaba al menor contacto, y pensaba, hasta hacía muy poco, que por fin lo había conseguido. Y que entonces mi presencia la había obligado a reconocer que no había aprendido a soportar nada de nada.

Cuando se queda callada yo sigo acariciándola, pasando mi mano con suavidad por su pelo, los hombros, los brazos, las caderas. Y entonces empiezo a hablar yo. Le hablo de mi infancia y de la tarta de albaricoques de mi madre. Le cuento que empecé a hacer visitas con mi padre en la preadolescencia y lo orgulloso que se puso cuando me aceptaron en Cornell. Le hablo de Cornell y de Catherine y de que yo creía que aquello era amor. Le cuento que el viejo señor McPherson arrojó a mis padres por un lateral del puente y que el banco se quedó con nuestra casa, y cómo me vine abajo y salí corriendo del examen cuando todas las cabezas se quedaron sin cara.

Por la mañana volvemos a hacer el amor. Esta vez me toma de la mano y guía mis dedos, y los desliza sobre su piel. Al principio no lo entiendo, pero cuando tiembla y se arquea bajo mi roce, comprendo lo que me está enseñando y me dan ganas de soltar un grito de alegría por este conocimiento.

Después se acurruca contra mí; su pelo me hace cosquillas en la cara. La acaricio dulcemente, memorizo su cuerpo. Quiero que se funda conmigo, como la mantequilla en la tostada. Quiero absorberla e ir por ahí el resto de mis días con ella incrustada en mi cuerpo.

Quiero.

Me quedo tumbado inmóvil, degustando la sensación de su cuerpo pegado al mío. Me da miedo respirar por si acaso rompo el hechizo.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora