Tengo veintitrés años y estoy sentado junto a Catherine Hale; o, más exactamente, ella está sentada a mi lado, porque ha entrado al aula después que yo y se ha deslizado como sin darle importancia por el banco hasta que nuestros muslos se han tocado, y luego se ha apartado ruborizándose, como si el contacto hubiera sido accidental.
Catherine es una de las cuatro únicas chicas del curso del 31 y su crueldad no conoce límites. He perdido la cuenta de las veces que he pensado <<Dios mío, Dios mío, por fin me va a dejar que lo haga>>, para acabar encontrándome con un <<Dios mío, ¿y quiere que pare ahora?>>.
Que yo sepa, soy el chico virgen más viejo sobre la faz de la Tierra. Por lo menos, nadie más de mi edad está dispuesto a admitirlo. Hasta mi compañero de cuarto, Edward, ha cantado victoria, aunque me inclino a creer que lo más cerca que ha estado de una mujer ha sido entre las tapas de una de sus revistas pornográficas. No hace mucho, uno de los chicos de mi equipo de fútbol le pagó a una mujer un cuarto de dólar para que les dejara hacerlo, uno tras otro, en la cuadra del ganado. Aunque tenía grandes esperanzas de librarme de mi virginidad en Cornell, no fui capaz de participar en aquello. Sencillamente no pude hacerlo.
Así que dentro de diez días, tras seis largos años de disecciones, castraciones, partos de yeguas y de meterles el brazo por el trasero a las vacas más veces de las que me gustaría recordar, me iré de Ithaca, acompañado de mi fiel sombra la Virginidad, para incorporarme a la consulta veterinaria de mi padre en Norwich.
—Y aquí pueden ver ustedes la evidencia de un engrosamiento del intestino delgado distal —dice el profesor Willard McGovern con una voz carente de inflexiones. Ayudándose de un puntero, señala con entusiasmo los intestinos retorcidos de una cabra moteada muerta—. Esto, unido a la inflamación de los ganglios linfáticos del mesenterio, indica un claro síndrome de...
La puerta se abre con un chirrido y McGovern se vuelve dejando el puntero aún hundido en el vientre del animal. El decano Wilkins entra en el aula apresuradamente y sube las escaleras de la tarima. Los dos hombres conversan tan cerca el uno del otro que sus frentes casi se tocan. McGovern escucha los nerviosos susurros de Wilkins y luego se gira para examinar las filas de estudiantes con expresión preocupada.
A mi alrededor, los estudiantes se agitan inquietos. Catherine me pilla mirándola y cruza una rodilla sobre la otra, estirándose la falda con dedos lánguidos. Yo trago saliva con esfuerzo y retiro la mirada.
—¿Jacob Jankowski?
El lápiz se me cae del susto. Desaparece rodando bajo los pies de Catherine. Carraspeo y me levanto deprisa. Cincuenta y tantos pares de ojos se posan sobre mí.
—¿Sí, señor?
—¿Podemos hablar un momento?
Cierro el cuaderno y lo dejo sobre el banco. Catherine recoge mi lápiz, y al entregármelo, deja que sus dedos se queden pegados a los míos un instante. Salgo al pasillo golpeando rodillas y pisando pies. Los susurros me acompañan hasta el estrado del aula.
El decano Wilkins me mira fijamente.
—Venga con nosotros —dice.
He hecho algo, eso parece evidente.
Le sigo al pasillo. McGovern sale detrás de mí y cierra la puerta. Los dos permanecen en silencio durante un momento, con los brazos cruzados y gestos severos.
Mi cabeza repasa a toda máquina cada una de mis acciones más recientes. ¿Habrán registrado los dormitorios? ¿Habrán encontrado el licor de Edward... o puede que incluso las revistas? Dios mío, si me expulsan ahora mi padre me mata. Sin la menor duda. Por no hablar de lo que le afectaría a mi madre. Vale, puede que haya bebido un poco de whisky, pero no es lo mismo que si hubiera tenido algo que ver con el descalabro del ganado...
El decano Wilkins inspira profundamente, levanta sus ojos hacia los míos y me pone una mano en el hombro.
—Hijo, ha habido un accidente—breve pausa—. Un accidente de coche —otra pausa. Más larga en esta ocasión —. Lo han sufrido tus padres.
Les miro, deseando que continúe.
—¿Les ha...? ¿Se van a...?
—Lo siento, hijo. Fue un segundo. No se pudo hacer nada por ellos.
Observo su cara atentamente, intentando sostenerle la mirada, pero es difícil porque se aleja de mí, adentrándose en un profundo y oscuro túnel. En mi visión periférica estallan estrellas.
—¿Te encuentras bien, hijo?
—¿Qué?
—¿Te encuentras bien?
De repente está otra vez enfrente de mí. Parpadeo y me pregunto a qué se refiere. ¿Cómo demonios me voy a encontrar bien? Entonces me doy cuenta de que me está preguntando si voy a llorar.
Se aclara la garganta y continúa:
—Tienes que volver hoy mismo. Para hacer la identificación definitiva. Yo te llevaré a la estación.
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Agua para Elefantes
Roman d'amourEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...