CONTINUACIÓN

130 5 0
                                    

Me quedo en vela hasta el amanecer, escuchando los ronquidos de Queenie y sintiéndome horriblemente mal. Hace menos de un mes me faltaban unos días para obtener un título universitario e iniciar una carrera profesional junto a mi padre. Ahora estoy a un paso de convertirme en un mendigo; un empleado de circo que se ha puesto en evidencia no una, sino dos veces en pocos días.

Ayer no me creía capaz de hacer algo peor que haber vomitado encima de Nell, pero creo que esta noche lo he conseguido. ¿En qué demonios estaría pensando? No sé si se lo contará a August. Tengo visiones fugaces de la pica de la elefanta volando en dirección a mi cabeza, y luego otras visiones, todavía más fugaces, de levantarme en este mismo instante y volver al campamento de vagabundos. Pero no lo hago porque no soporto la idea de abandonar a Rosie, a Bobo y a todos los demás.

Voy a corregirme. Voy a dejar de beber. Voy a asegurarme de que no vuelva a quedarme a solas con Marlena nunca más. Iré a confesarme.

Me seco las lágrimas del rabillo del ojo con una esquina de la almohada. Luego los cierro con fuerza y evoco una imagen de mi madre. Intento mantenerla, pero al poco rato Marlena la ha sustituido. Fría y distante, cuando contemplaba la orquesta llevando el ritmo con el pie. Ruborizada, mientras dábamos vueltas en la pista de baile. Muerta de risa —y horrorizada después— en el callejón.

Pero mis últimos pensamientos son táctiles: la parte inferior de mi antebrazo apoyado sobre la redondez de sus pechos. Sus labios bajo los míos, suaves y carnosos. Y el detalle que no puedo ni comprender ni olvidar, lo que me obsesiona hasta que caigo dormido: el tacto de sus dedos trazando el contorno de mi cara.



Kinko —Walter— me despierta al cabo de unas horas.

—Eh, Bella Durmiente —dice dándome un meneo—. Ya han izado la bandera.

—Vale, gracias —digo sin moverme.

—No te vas a levantar.

—Eres un genio, ¿sabes?

La voz de Walter sube una octava.

—¡Eh, Queenie! ¡Eh, chica! ¡Ven aquí! Venga, Queenie. Dale un lametón. ¡Vamos!

Queenie se lanza sobre mi cabeza.

—¡Oye, para! —digo levantando un brazo para protegerme, porque Queenie me está metiendo la lengua por el oído y me pisotea toda la cara—. ¡Para! ¡Vale ya!

Pero no hay quien la detenga, así que me incorporo de un brinco. Esto hace que Queenie vuele hasta el suelo. Walter me mira y se ríe. Queenie se me sube al regazo y se pone a dos patas para lamerme la barbilla y el cuello.

—Buena chica, Queenie. Muy bien, nena —dice Walter—. Bueno, Jacob... Parece que tuviste otra... eh... velada interesante.

—No exactamente —respondo. Ya que Queenie está sobre mi regazo, la acaricio. Es la primera vez que me deja que la toque. Su cuerpo es cálido y su pelo áspero.

—Pronto se te pasará el mareo. Ven a desayunar algo. La comida te asentará el estómago.

—No bebí.

Se queda mirándome un instante.

—Ah —dice asintiendo irónico con la cabeza.

—¿Qué quieres decir con eso?—le pregunto.

—Líos de faldas —dice.

—No.

—Sí.

—¡Te digo que no!

—Me sorprende que Barbara te haya perdonado tan rápido. ¿O no ha sido ella? —me estudia la cara durante unos segundos y vuelve a asentir—. Vaya, vaya. Empiezo a ver las cosas claras. No le mandaste las flores, ¿verdad? Tienes que empezar a seguir mis consejos.

—¿Por qué no te metes en tus asuntos? —replico.

Dejo a Queenie en el suelo y me levanto.

—Chico, eres un gruñón de primera. ¿Lo sabías? Venga, vamos a zampar algo.

Después de llenar nuestros platos, intento seguir a Walter a su mesa.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —me dice frenando en seco.

—Había pensado sentarme contigo.

—No puedes. Todo el mundo tiene sitios fijos. Además, bajarías en el escalafón.

Titubeo.

—Pero, ¿qué es lo que te pasa?—dice. Mira hacia mi mesa habitual. August y Marlena comen en silencio, con las miradas fijas en los platos. Walter parpadea frenético.

—Ay, madre... No me digas.

—Yo no te he dicho ni pío—atajo.

—No ha hecho falta. Mira, chaval, ése es un lugar al que no te conviene ir, ¿me oyes? Me refiero en el sentido figurado. En el sentido literal, arrastra el culo hasta aquella mesa y actúa con normalidad.

Echo otro vistazo a Marlena y August. Evidentemente, se están ignorando el uno al otro.

—Jacob, hazme caso —dice Walter—. Es el mayor hijo de puta que he conocido en mi vida, así que, sea lo que sea que esté pasando...

—No está pasando nada. Absolutamente nada.

—... será mejor que acabe ahora mismo o te vas a ver cara a cara con la muerte. Con la luz roja si tienes suerte, y probablemente tirado en una cuneta. Lo digo en serio. Ahora, vete para allá.

Le miro furioso.

—¡Vete! —dice agitando la mano en dirección a la mesa.

August levanta los ojos cuando me acerco.

—¡Jacob! —exclama—. Me alegro de verte. No estaba seguro de que pudieses encontrar el camino de vuelta anoche. No me habría hecho gracia tener que pagar una fianza para sacarte de de la cárcel, ¿sabes? Me habría cabreado un poco.

—Yo también estaba preocupado por vosotros dos —digo tomando asiento.

—¿Ah, sí? —pregunta fingiendo una exagerada sorpresa.

Le miro. Los ojos le brillan. Su sonrisa tiene una inclinación peculiar.

—Ah, pero no nos costó nada encontrar el camino, ¿verdad, cariño? —dice lanzándole una mirada a Marlena—. Pero dime una cosa, Jacob, ¿qué pasó para que os separais vosotros dos? Estabais tan... cerca en la pista de baile.

Marlena levanta la mirada rápidamente; puntos rojos le encienden las mejillas.

—Ya te lo dije anoche —dice—. Nos separó la gente.

—Le estaba preguntando a Jacob, cariño. Pero gracias —August agarra una tostada con gran ceremonia y sonríe ampliamente con los labios cerrados.

—Fue un jaleo horrible —digo introduciendo el tenedor por debajo de los huevos—. Intenté no perderla de vista, pero fue imposible. Os busqué a los dos por allí, pero al cabo de un rato pensé que lo mejor era largarse.

—Sabia decisión, muchacho.

—Entonces, ¿vosotros conseguisteis volver juntos?—pregunto llevándome el tenedor a la boca e intentando parecer natural.

—No, llegamos en taxis separados. Doble gasto, pero lo pagaría cien veces con tal de saber que mi amada estaba a salvo, ¿verdad que sí, cariño?

Marlena no despega la vista del plato.

—He dicho, ¿verdad que sí, cariño?

—Sí, claro que sí —dice ella inexpresiva.

—Porque si supiera que corre algún peligro, no sé qué sería capaz de hacer.

Levanto los ojos. August me está mirando fijamente.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora