CONTINUACIÓN

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Salgo corriendo hacia la parte de atrás de la carpa, donde artistas y animales están ya en formación para la Parada. Rosie encabeza el desfile. Marlena cabalga sobre su cabeza, vestida de lentejuelas rosas y agarrada al deslucido arnés de cuero que lleva Rosie al cuello. August camina a su izquierda, con gesto adusto, los dedos apretando y soltando alternativamente la pica.

La banda se queda en silencio. Los artistas dan los toques finales a sus vestidos y los encargados de los animales les echan un último vistazo. Y entonces empieza a sonar la música de la Gran Parada.

August se acerca a Rosie y le grita algo al oído. La elefanta duda, ante lo que August le golpea con la pica. Esto hace que cruce la cortina de la gran carpa. Marlena se pega contra la cabeza del animal para evitar que el madero que atraviesa la parte superior de la entrada la tire al suelo.

Yo contengo la respiración y corro hacia ellos pegado al lateral.

Rosie se detiene unos seis metros después en la pista de los caballos y Marlena experimenta un cambio asombroso. En un momento está agachada, protegida contra la cabeza de Rosie. Y al instante siguiente estira todo el cuerpo, sonríe abiertamente y levanta un brazo en el aire. Tiene la espalda arqueada y las puntas de los pies estiradas. La muchedumbre se vuelve loca: de pie en las gradas, aplaude, silba y tira cacahuetes a la pista.

August les alcanza. Levanta la pica, pero se queda paralizado. Vuelve la cabeza y contempla al público. Tiene el pelo caído sobre la frente. Sonríe mientras baja la pica y se quita la chistera. Hace tres reverencias profundas, dirigidas a los diferentes sectores del público. Cuando se vuelve hacia Rosie, su rostro se endurece.

A base de meterle la pica debajo de las patas delanteras y traseras, consigue que Rosie haga una especie de recorrido por el exterior de las pistas. Van a trancas y barrancas, haciendo tantos altos que el resto de la Parada se ve obligada a pasarles por los lados, separándose como el agua alrededor de una roca.

Al público le encanta. Cada vez que Rosie se aleja de August con un trotecillo y se para, ríe a carcajadas. Y cada vez que August se le acerca, con la cara enrojecida y agitando la pica, el regocijo es incontenible. Al final, a los tres cuartos del recorrido, Rosie riza la trompa en el aire y sale a la carrera. Yo me encuentro pegado a las gradas de la puerta. Marlena se aferra a las correas de la cabeza con ambas manos, y cuando les veo acercarse contengo la respiración. Si no hace algo, acabará en el suelo.

A un metro escaso de la entrada, Marlena suelta el arnés y se inclina a la izquierda. Rosie desaparece de la carpa y Marlena queda colgada de la viga de la puerta. El público permanece en silencio, no del todo seguro de que aquello siga siendo parte del número.

Marlena cuelga inerte a menos de cuatro metros de donde estoy yo. Tiene la respiración agitada, los ojos cerrados y la cabeza gacha. Estoy a punto de acercarme a ella para ayudarla a bajar cuando abre los ojos, suelta la mano izquierda del poste y, con un movimiento exquisito, se gira sobre sí misma de manera que queda mirando al público.

La cara se le ilumina y estira la punta de los pies.

El director de la banda de música, que observa desde su puesto, pide frenético un redoble de tambor. Marlena empieza a balancearse.

El redoble sube de volumen a medida que va ganando fuerza. Poco después, Marlena se columpia en paralelo al suelo. Empiezo a preguntarme cuánto tiempo va a seguir con eso y qué demonios piensa hacer, cuando, de repente, se suelta del poste. Vuela por el aire, formando una pelota con su cuerpo, y da dos vueltas adelante. Se despliega para describir una vuelta lateral y aterriza limpiamente, levantando una nube de serrín. Se mira a los pies, se endereza y levanta los dos brazos. La banda ataca una música triunfal y el público se vuelve loco. Unos instantes después, las monedas llueven sobre la pista.



En cuanto se da la vuelta, noto que se ha hecho daño. Sale de la carpa cojeando y corro a su lado.

—Marlena... —digo.

Ella se gira y se desploma sobre mí. La agarro de la cintura y la mantengo en pie.

August llega corriendo.

—Cariño... ¡Cariño mío! Has estado maravillosa. ¡Maravillosa! Nunca he visto nada tan...

Se detiene de golpe al ver mis brazos alrededor de su cuerpo.

Entonces ella levanta la cabeza y gime.

August y yo nos miramos a los ojos. Luego entrelazamos los brazos, por detrás y debajo de ella, formando una silla. Marlena se queja, apoyándose en el hombro de August. Coloca los pies calzados con las zapatillas debajo de nuestros brazos, tensando los músculos doloridos.

August pega la boca al pelo de ella.

—Ya está, cariño. Ya estoy contigo. Shhh... No pasa nada. Ya estoy contigo.

—¿A dónde la llevamos? ¿A su camerino? —pregunto.

—No hay donde tumbarla.

—¿Al tren?

—Demasiado lejos. Vamos a la tienda de la chica del placer.

—¿A la de Barbara?

August me lanza una mirada por encima de la cabeza de Marlena.

Entramos en la tienda de Barbara sin previo aviso.

Ella está sentada en una silla delante del tocador, vestida con un negligé azul oscuro y fumando un cigarrillo. Su expresión de aburrida desgana cambia de inmediato.

—Ay, Dios mío. ¿Qué ha pasado?—dice apagando el cigarrillo y poniéndose en pie de un salto—. Aquí. Ponedla en la cama. Aquí, aquí mismo —dice dándonos atropelladas instrucciones.

Cuando la dejamos en la cama, Marlena rueda sobre sí y se agarra los pies. Tiene la cara desencajada y los dientes apretados.

—Mis pies...

—Calla, tesoro —le dice Barbara—. No te preocupes. No te preocupes por nada —se inclina sobre ella y le desata las cintas de las zapatillas.

—Ay, Dios, ay, Dios, cómo me duelen...

—Tráeme las tijeras del cajón de arriba —dice Barbara volviéndose a mí.

Cuando regreso a su lado, Barbara corta las puntas de las medias de Marlena y las enrolla piernas arriba. Luego coloca los pies desnudos de Marlena sobre su propio regazo.

—Vete a la cantina y trae un poco de hielo —dice.

Al cabo de un segundo, tanto August como ella se vuelven hacia mí.

—Voy volando —digo.

Corro en dirección a la cantina cuando oigo la voz de Tío Al, que grita detrás de mí.

—¡Jacob! ¡Espera!

Me detengo para que me dé alcance.

—¿Dónde están? ¿A dónde han ido? —pregunta.

—Están en la tienda de Barbara—digo sin aliento.

—¿Eh?

—La chica del placer.

—¿Por qué?

—Marlena se ha hecho daño. Tengo que llevarles hielo.

Se gira y le ladra a uno de sus acólitos:

—¡Tú, vete por el hielo! Llévalo a la tienda de la chica del placer. ¡Venga! —se vuelve hacia mí—. Y tú, vete a buscar a nuestro paquidermo antes de que nos echen de la ciudad.

—¿Dónde está?

—Según parece, comiéndose las berzas del huerto de no sé quién. A la señora de la casa no le hace ninguna gracia. Al oeste de la explanada. Sácala de allí antes de que venga la policía.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora