CONTINUACIÓN

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Dos días después de enterrar a mis padres, me citan en el despacho de Edmund Hyde, abogado, para conocer los detalles de su patrimonio. Me siento en una dura silla de cuero enfrente del caballero en cuestión mientras va quedando claro que no hay nada de lo que hablar. Al principio creo que se está burlando de mí. Parece ser que mi padre lleva casi dos años aceptando que le paguen con judías y huevos.
—¿Judías y huevos? —mi voz se quiebra por la incredulidad—. ¿Judías y huevos?
—Y pollos. Y otros productos.
—No lo entiendo.
—Es lo que tiene la gente, hijo. Esta comunidad se ha visto muy afectada y tu padre intentaba ayudarles. No podía quedarse mirando cómo sufrían los animales.
—Pero... no lo entiendo. Aunque aceptara que le pagaran con..., en fin, lo que fuera, ¿cómo es posible que todo le pertenezca al banco?
—No pudieron hacer frente al pago de la hipoteca.
—Mis padres no tenían hipoteca.
Parece incómodo. Se coloca los dedos unidos por las puntas delante de la cara.
—Bueno, sí, lo cierto es que sí.
—No, de eso nada —le discuto—. Han vivido aquí desde hace casi treinta años. Mi padre ahorraba cada centavo que ganaba.
—El banco quebró.
Entrecierro los ojos.
—Creía que había dicho que todo el dinero se lo quedaba el banco.
Suelta un profundo suspiro.
—Se trata de otro banco. El que les concedió la hipoteca cuando quebró el otro —me dice. No sé si está intentando parecer paciente y fracasando a todas luces o intentando librarse de mí descaradamente.
Hago una pausa para sopesar mis posibilidades.
—¿Y qué pasa con las cosas de la casa? ¿De la consulta? —pregunto por fin.
—Todo se lo queda el banco.
—¿Y si yo me negara?
—¿Cómo?
—Podría volver y hacerme cargo de la consulta e intentar cubrir los pagos.
—Las cosas no funcionan así. Tú no puedes quedártela.
Miro fijamente a Edmund Hyde, con su traje caro, detrás de su mesa cara, con sus libros encuadernados en cuero. Tras él, el sol atraviesa las cristaleras emplomadas. Me siento inundado por un odio repentino. Apuesto a que él no ha aceptado que le paguen con judías y huevos en toda su vida. Me inclino hacia delante y le miro a los ojos. Quiero que esto sea también problema suyo.
—¿Y qué se supone que debo hacer? —pregunto lentamente.
—No lo sé, hijo. Ojalá lo supiera. El país está pasando momentos difíciles, eso es un hecho —se reclina en su silla con los dedos aún juntos. Inclina la cabeza como si se le hubiera ocurrido una idea—. Supongo que podrías ir al oeste—dice reflexivo.
Me doy cuenta de que si no me voy de este despacho inmediatamente le voy a estrangular. Me levanto, me pongo el sombreo y salgo.
Cuando llego a la acera me doy cuenta de otra cosa. Sólo se me ocurre una razón por las que mis padres podrían haber pedido una hipoteca: para pagar mis estudios en una buena universidad.
El dolor que me produce esta repentina conclusión es tan intenso que me doblo en dos, sujentándome el estómago.

Como no se me ocurre otra alternativa, vuelvo a la facultad, que no es más que una solución temporal. La habitación y las comidas están pagadas hasta fin de curso, pero eso es dentro de seis días.

Me he perdido toda la semana de clases de repaso. Todo el mundo desea ayudarme. Catherine me pasa sus apuntes y luego me abraza de una manera que sugiere que quizás obtuviera diferentes resultados esta vez si le hiciera mi requerimiento habitual. Me separo de ella. Por primera vez desde que tengo uso de razón no tengo interés en el sexo.

No puedo comer. No puedo dormir. Y, por supuesto, no puedo estudiar. Me quedo mirando un párrafo durante un cuarto de hora pero no soy capaz de asimilarlo. ¿Cómo podría hacerlo cuando, más allá de las palabras, en el fondo del blanco papel, veo como un bucle interminable la muerte de mis padres? Veo su Buick color crema lanzándose contra la barandilla y saltando por un lado del puente para evitar la camioneta roja del viejo señor McPherson. ¿El viejo señor McPherson, el que se presentó en la iglesia una inolvidable Pascua sin pantalones?

El vigilante del examen cierra la puerta y se sienta. Echa una mirada al reloj de pared y espera hasta que el minutero dé su paso inseguro.

-Pueden empezar.

Cincuenta y dos hojas de examen se dan la vuelta. Algunos lo repasan primero. Otros empiezan a escribir de inmediato. Yo no hago ninguna de las dos cosas. Cuarenta minutos después todavía no he puesto el lápiz sobre el papel. Mira la hoja con deseperación. Veo diagramas, números, líneas y cuadros -secuencias de palabras con signos de puntuación al final-, algunas son puntos, interrogaciones, pero nada tiene el menor sentido. Por un instante incluso dudo de que sea inglés. Lo intento en polaco, pero tampoco funciona. Podrían ser jeroglíficos tranquilamente.

Una chica tose y yo doy un brinco. Una gota de sudor cae de mi frente a la hoja del examen. La limpio con la manga y la levanto.

Puede que si me lo acerco... O me lo alejo... Ahora veo que está en inglés; o más exactamente, que las palabras sueltas son en inglés, pero no soy capaz de pasar de una cosa a otra con un mínimo de coherencia.

Cae una segunda gota de sudor.

Examino el aula. Catherine escribe de prisa, con su pelo castaño claro cayéndole sobre la cara. Es zurda, y como escribe con lápiz tiene el brazo izquierdo plateado de la muñeca al codo. A su lado, Edward levanta la cabeza, mira el reloj aterrorizado y vuelve a doblarse sobre el examen. Yo retiro los ojos y los dirijo hacia una ventana. Retazos de cielo se adivinan entre las hojas, formando un mosaico de azul y verde suavemente agitado por el viento. Fijo la mirada en él y dejo que mi atención se relaje, concentrándome más allá de las hojas y las ramas. Una ardilla cruza con calma mi campo de visión con su gran cola enhiesta.

Empujo la silla para atrás con un violento chirrido y me pongo de pie. Tengo la frente perlada de sudor y me tiemblan los dedos. Cincuenta y dos caras se vuelven a mirarme.

Yo debería conocer a esa gente, hasta que hace una semana así era. Sabía dónde vivían sus familias. Sabía lo que hacían sus padres. Sabía si tenían hermanos y si se llevaban bien. Joder, si hasta recordaba los nombres de los que habían tenido que dejar la facultad después del hundimiento de la Bolsa: Henry Winchester, cuyo padre se tiró por la ventana de la Cámara de Comercio de Chicago. Alistair Barnes, cuyo padre se pegó un tiro en la cabeza. Reginald Monty, que intentó sin éxito vivir en un coche cuando su familia no pudo seguir pagando su manutención. Bucky Hayes, cuyo padre, al quedarse sin trabajo, sencillamente desapareció. Pero ¿y éstos? ¿Los que siguen aquí? Nada. Miro a sus caras sin rasgos -esos óvalos vacíos con pelo-, pasando de uno a otro con creciente deseperación.  Percibo un ruido denso y húmedo y me doy cuenta de que lo hago yo. Me cuesta respirar.

-¿Jacob?

La cara más próxima a mí tiene boca y la está moviendo. Su voz es tímida, insegura.

-¿Te encuentras bien?

Parpadeo, incapaz de enfocar la mirada. Un después cruzo el aula y tiro la hoja de examen encima de la mesa del profesor.

-¿Ya ha terminado? -dice él recogiéndolo. Oigo el crujir  del papel mientras me dirijo hacia la puerta-. ¡Espere! -grita a mis espaldas-. ¡Ni siquiera lo ha empezado! No puede irse. Si se va no podré permitirle que... La puerta amortigua sus últimas palabras. Mientras cruzo el patio levanto la mirada hacia el despacho del decano Wilkins. Está junto a la ventana, observando.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora