—Está aquí dentro —digo subiendo al vagón de un salto.
—¿Y puede saberse cómo me voy a subir ahí? —pregunta él.
Earl emerge de las sombras con una caja de madera. Se baja, la coloca delante de la puerta y le da un sonoro palmetazo. El médico le mira durante unos instantes y se sube a ella, apretando nerviosamente su maletín negro contra el pecho.
—¿Dónde está el paciente?—pregunta estrechando los ojos y recorriendo el interior.
—Por allí —dice Earl. Camel está acurrucado contra un rincón. Grady y Bill se inclinan sobre él.
El doctor se acerca al grupo.
—Un poco de intimidad, por favor —dice.
Los otros se dispersan, murmurando sorprendidos. Se desplazan hasta el extremo opuesto del vagón y estiran los cuellos para intentar ver algo.
El doctor se acerca a Camel y se agacha a su lado. No puedo dejar de darme cuenta que evita que las rodillas de su traje entren en contacto con los listones del suelo.
Al cabo de unos minutos, se levanta y dice:
—Parálisis del jengibre jamaicano. No cabe la menor duda.
Tomo aire entre los dientes.
—¿Qué? ¿Qué es eso? —rezonga Camel.
—Se contrae por beber extracto de jengibre jamaicano —el médico pone gran énfasis en las cuatro últimas palabras—. O jake, como se le conoce popularmente.
—Pero... ¿cómo? ¿Por qué?—dice Camel mientras sus ojos buscan desesperados la cara del médico—. No lo entiendo. Llevo años bebiéndolo.
—Sí. Sí. Eso es fácil de deducir—dice el doctor.
La rabia asciende por mi garganta como bilis. Me sitúo al lado del médico.
—Creo que no ha contestado a la pregunta —digo con toda la calma de que soy capaz.
El médico se vuelve y me examina a través de sus antiparras. Tras una pausa de varios segundos, dice:
—Lo causan los cresoles que ha añadido el fabricante.
—Dios mío —digo.
—Efectivamente.
—¿Por qué se lo añaden?
—Para cumplir la normativa que exige que el extracto de jengibre jamaicano no sea apto para el consumo —se vuelve hacia Camel y levanta la voz—: Y que no se utilice como bebida alcohólica.
—¿Se me pasará? —la voz de Camel es aguda y está quebrada por el miedo.
—No. Me temo que no —dice el médico.
A mis espaldas, los demás contienen la respiración.
Grady se adelanta hasta que nuestros hombros entran en contacto.
—Espere un momento. ¿Quiere decir que no puede hacer nada?
El doctor se estira y encaja los pulgares en el chaleco.
—¿Yo? No. Nada en absoluto—dice. Tiene la cara contraída como la de un perro pachón, como si estuviera intentando cerrar las fosas nasales sólo con la fuerza de los músculos faciales. Recoge el maletín y se dirige a la puerta.
—Espérese un momentito —dice Grady—. Si usted no puede hacer nada, ¿hay alguien que pueda?
El médico se gira para dirigirse a mí específicamente, supongo que porque soy yo el que le paga.
—Oh, hay muchos dispuestos a quedarse con su dinero y prometerle una cura: baños en piscinas de aceite, terapia de descargas eléctricas; pero ninguna de ellas sirve para nada. Puede que recupere parte de sus funciones con el tiempo, pero, en el mejor de los casos, será una recuperación mínima. Lo cierto es que, para empezar, no debería haberlo bebido. Usted sabe que va contra las leyes federales.
Estoy pasmado. Creo que hasta es posible que tenga la boca abierta.
—¿Eso es todo? —pregunta.
—¿Cómo dice?
—¿Necesita... usted... alguna... otra... cosa? —me dice como si estuviera hablando con un idiota.
—No —digo.
—Entonces, le deseo muy buenos días —se toca el ala del sombrero, baja con cuidado a la caja de madera y sale del vagón. Se aleja una docena de metros, deja el maletín en el suelo y saca un pañuelo del bolsillo. Se limpia las manos meticulosamente, pasándoselo entre todos los dedos. Luego recoge el maletín, saca el pecho y se marcha, llevándose con él la última brizna de esperanza de Camel y el reloj de bolsillo de mi padre.
Cuando me vuelvo veo a Earl, Grady y Bill arrodillados alrededor de Camel. Las lágrimas surcan las mejillas del viejo.
—Walter, necesito hablar contigo—digo irrumpiendo en el cuarto de las cabras. Queenie levanta la cabeza, comprueba que soy yo y vuelve a apoyarla en las patas.
Walter baja el libro.
—¿De qué? ¿Qué pasa?
—Tengo que pedirte un favor.
—Pues adelante, ¿de qué se trata?
—Un amigo mío se encuentra mal.
—¿El fulano de la pata de jengibre?
Hago una pausa.
—Sí.
Me acerco a mi jergón, pero estoy demasiado nervioso para sentarme.
—Venga, suelta lo que sea —dice Walter impaciente.
—Quiero traerle aquí.
—¿Qué?
—Si no, le van a dar luz roja. Anoche sus amigos tuvieron que esconderle detrás de un rollo de lona.
Walter me mira aterrorizado.
—Tienes que estar de broma.
—Mira, ya sé que no se puede decir que mi presencia aquí te emocionara, y ya sé que él es un peón y todo eso, pero es un anciano, se encuentra mal y necesita ayuda.
—¿Y qué es exactamente lo que quieres que hagamos?
—Ponerle fuera del alcance de Blackie.
—¿Durante cuánto tiempo? ¿Para siempre?
Me dejo caer en el borde el jergón. Tiene razón, por supuesto. No podemos ocultar a Camel para siempre.
—Mierda —digo. Me pego en la frente con la mano. Y otra vez. Y otra.
—Eh, deja de hacer eso —dice Walter. Se incorpora en el camastro y cierra el libro—. Esas preguntas iban en serio. ¿Qué haríamos con él?
—No lo sé.
—¿No tiene familia?
Levanto la mirada de golpe.
—Una vez mencionó a un hijo.
—Muy bien, ya vamos llegando a algún sitio. ¿Sabes dónde vive ese hijo suyo?
—No. Deduzco que no se mantienen en contacto.
Walter me observa golpeándose la pierna con los dedos. Tras medio minuto de silencio, dice:
—De acuerdo. Tráele aquí. No dejes que te vea nadie o todos saldremos mal parados.
Le miro sorprendido.
—¿Qué? —dice espantando una mosca de la frente.
—Nada. No. En realidad quiero decir que gracias. Muchas gracias.
—Oye, que yo tengo corazón—dice tumbándose y retomando la lectura. No como otras personas que todos conocemos y adoramos.
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Agua para Elefantes
RomanceEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...