CONTINUACIÓN

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-Bueno, ¿y qué tenemos en el menú de hoy? -gruño mientras me llevan al comedor-. ¿Gachas? ¿Puré de guisantes? ¿Papilla? Ah, déjame que lo adivine. Es tapioca, ¿verdad? ¿Es tapioca? ¿O esta noche nos toca arroz con leche?
-Ay, señor Jankowski, es usted tronchante -dice la enfermera sin expresión. Sabe muy bien que no hace falta que responda. Siendo viernes, hoy nos toca la nutritiva y nada interesante combinación de pastel de carne, maíz a la crema, puré de patatas instantáneo y una salsa que quizás haya visto un trozo de carne alguna vez en su vida. Y no entienden por qué pierdo peso.
Ya sé que algunos de los residentes no tienen dientes, pero yo sí, y quiero un buen asado. Como el de mi esposa, con sus rígidas hojas de laurel y todo. Quiero zanahorias. Quiero patatas hervidas con su piel. Y quiero un intenso y aromático cabernet sauvignon para bajarlo todo, no zumo de manzana envasado. Pero, sobre todas las cosas, quiero una mazorca de maíz.
A veces pienso que si tuviera que elegir entre mazorca de maíz y hacer el amor con una mujer, elegiría el maíz. Y no es que no me gustara darme un último revolcón en la paja -sigo siendo un hombre y hay cosas que nunca cambian-, pero sólo de pensar en esos dulces granos estallando entre mis dientes se me hace la boca agua. Es una fantasía, ya lo sé. No va a pasar ninguna de las dos cosas. Pero me gusta sopesar las posibilidades como si me encontrara delante de Salomón: un último revolcón en la paja o una mazorca de maíz. Qué maravilloso dilema. A veces sustituyo el maíz por una manzana.
Todo el mundo, en todas las mesas, habla del circo. Es decir, los que pueden hablar. Los silenciosos, los de las caras inexpresivas y los miembros laxos y aquellos cuyas cabezas y manos tiemblan con demasiada violencia para sostener los cubiertos se sientan a los extremos acompañados de sanitarios que les dan pequeñas cantidades de comida a la boca y les convencen de que mastiquen. Me recuerdan a las crías de los pájaros, salvo por la absoluta falta de entusiasmo. Con la sola excepción de un ligero movimiento de las mandíbulas, sus caras permanecen inmóviles y aterradoramente inexpresivas. Aterradoras porque sé bien cuál es el camino que llevo. Todavía no estoy así, pero me voy acercando. Sólo hay una forma de evitarlo, y tampoco puedo decir que me encante esa alternativa.
La enfermera me aparca delante de la comida. A la salsa que cubre el pastel de carne ya se la ha formado una telilla. Pruebo a pincharla con el tenedor. Su superficie recupera la forma, burlándose de mí. Asqueado, levanto la mirada y encuentro los ojos de Joseph McGuinty.
Está sentado enfrente de mí; es un recién llegado, un intruso: un abogado jubilado de mandíbula cuadrada, nariz picada y orejas enormes y blandas. Las orejas me recuerdan a Rosie, pero nada más. Ella era un espíritu delicado y él... Bueno, él es abogado jubilado. No logro imaginar qué pensaron que podrían tener en común un abogado y un veterinario, pero colocaron su silla de ruedas delante de mí la primera noche, y allí lleva desde entonces.
Me mira furioso, moviendo la mandíbula adelante y atrás como una vaca que rumia el pasto. Increíble. Se lo está comiendo de verdad.
Las señoras charlan como colegialas, felizmente despreocupadas.
-Están aquí hasta el domingo-dice Doris-.
Billy se ha acercado a preguntarlo.
-Sí, dos funciones el sábado y una el domingo. Randall y sus chicas me van a llevar mañana -dice Norma. Se gira hacia mí-: Jacob, ¿tú vas a ir?
Abro la boca para hablar, pero antes de que pueda hacerlo Doris interviene:
-¿Y habéis visto los caballos? De verdad, qué bonitos. Cuando yo era pequeña teníamos caballos. Ah, cómo me gustaba montar -su mirada se pierde en la distancia, y por un instante me doy cuenta de lo hermosa que debió ser de joven.
-¿Os acordáis de cuando el circo viajaba en tren?-dice Hazel-. Los carteles aparecían unos días antes. ¡Y cubrían todas las superficies de la ciudad! ¡No se podía ver ni un ladrillo entre ellos!
-Claro que sí. Me acuerdo muy bien -dice Norma-. Un año pegaron unos carteles en la pared de nuestro granero. Los hombres le dijeron a mi padre que usaban una cola especial que se disolvería un par de días después del espectáculo, ¡pero os juro que los carteles seguían pegados a la pared del granero meses después!- se ríe sacudiendo la cabeza-. ¡Mi padre se puso como una fiera!
-Y luego, unos días más tarde, llegaba el tren. Siempre al amanecer.
-Mi padre nos llevaba a la estación a verles descargar. Dios mío, aquello merecía la pena verse. ¡Y luego venía el desfile! Y el olor de los cacahuates tostados...
-¡Y de las garrapiñadas!
-¡Y de las manzanas con caramelo, los helados y la limonada!
-¡Y el serrín que se te metía por la nariz!
-Yo les llevaba el agua a los elefantes -dice McGuinty.
Dejo caer el tenedor y levanto la mirada. Es evidente que está henchido de orgullo y espera que las chicas se queden admiradas.
-No es verdad -digo.
Hay un momento de silencio.
-¿Cómo has dicho? -pregunta.
-Tú no les llevabas el agua a los elefantes.
-Por supuesto que sí.
-De eso nada.
-¿Me estás llamando mentiroso?-dice con lentitud.
-Si dices dices que les llevabas agua a los elefantes, sí.
Las chicas me miran con la boca abierta. El corazón me late con fuerza. Sé que no debería de hacer esto, pero no puedo controlarme.
-¡Cómo te atreves! -McGuinty se aferra al borde de la mesa con sus manos sarmentosas. En sus antebrazos aparecen unos ligamentos tensos.
-Escucha, amigo-le digo-. Llevo décadas oyendo a viejos mamarrachos como tú decir que han llevado agua a los elefantes, y ahora yo te digo que no es verdad.
-¿Viejo mamarracho? ¿Viejo mamarracho? -McGuinty se levanta con esfuerzo y empuja su silla de ruedas hacia atrás. Me señala con un dedo nudoso y se desploma como si le hubiera derrumbado una carga de dinamita. Desaparece bajo el canto de la mesa con los ojos perplejos y la boca abierta.
-¡Enfermera! ¡Oh, enfermera!-gritan las ancianas damas.
Se escucha el rumor familiar de las suelas de crepé y unos instantes después dos enfermeras levantan a McGuinty de los brazos. Él farfulla, haciendo débiles esfuerzos por liberarse de ellas.
Una tercera enfermera, una neumática chica negra vestida de color rosa pálido, se planta delante de la mesa con las manos en las caderas.
-¿Qué demonios pasa aquí?-pregunta.
-Ese viejo H de P me ha llamado mentiroso -dice McGuinty sólidamente reinstaurado en su silla. Se arregla la camisa, levanta la barbilla entrecana y cruza los brazos delante sí-. Y viejo mamarracho.
-Bah, estoy segura de que el señor Jankowski no quería decir eso-dice la chica de rosa.
-Sí que quería decir eso -digo yo-. Y lo es. Pfffff. Que les llevaba el agua a los elefantes... ¿Tiene la menor idea de la cantidad de agua que bebe un elefante?
-Vaya, qué cosas -dice Norma frunciendo los labios y sacudiendo la cabeza-. Le aseguro que no entiendo lo que le ha dado, señor Jankowski.
Ah, vaya, vaya. Osea que así están las cosas.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora