En Hamilton la temperatura sube hasta los cuarenta grados, el sol pega sin piedad en la explanada y la limonada desaparece.
El hombre del puesto de refrescos, que no se ha separado del enorme barreño de la mixtura más que unos minutos, acude furioso a Tío Al, convencido de que los peones son los culpables.
Tío Al decide investigarlos. Ellos salen detrás de las tiendas de los establos y de las fieras, adormilados, con paja en el pelo. Yo observo desde lejos, pero es difícil no darse cuenta de que les envuelve un aire de inocencia.
Al parecer, Tío Al no lo ve así. Ve de un lado a otro a grandes zancadas, pegando voces como Gengis Khan al inspeccionar a sus tropas. Les grita a la cara, detalle el coste —tanto en ingredientes como en las ventas no realizadas— de la limonada robada y les dice que se les retendrá la paga a todos ellos la próxima vez que esto ocurra. Les da un pescozón en la cabeza a unos cuantos y los despacha. Ellos regresan a sus lugares de descanso, frotándose la cabeza y mirándose unos a otros con suspicacia.
A falta de sólo diez minutos para que se abran las puertas, los encargados de los refrescos preparan una nueva remesa con el agua de los abrevaderos de los animales. Filtran los granos de centeno, las briznas de paja y los pelos sueltos con unos leotardos donados por un payaso, y para cuando le añaden los <<flotadores>> —rodajas de limón de cera que tienen la misión de hacer creer que el mejunje tuvo contacto con fruta real en algún momento de su preparación— un grupo de palurdos se acerca ya al puesto. No sé si los leotardos estarían limpios, lo que sí noto es que, ese día, todo el mundo en el circo se abstiene de beber limonada.
La limonada vuelve a desaparecer en Dayton. Una vez más, se prepara una nueva remesa con agua de los abrevaderos y se saca momentos antes de que lleguen los palurdos.
En esta ocasión, cuando Tío Al investiga a los sospechosos habituales, en vez de amenazarles con retenerles su salario —una amenaza sin valor puesto que ninguno de ellos ha cobrado desde hace más de ocho semanas—, les obliga a abrir las bolsas de Judas de ante que llevan colgadas al cuello y a entregarle dos cuartos de dólar cada uno. Los poseedores de las bolsas se convierten entonces en verdaderos Judas.
El ladrón de limonada ha dado a los peones donde más les duele y están preparados para entrar en acción. Cuando llegamos a Columbus, unos cuantos se esconden cerca del barril de la mezcla y esperan.
Poco antes de que empiece la función, August me llama a la tienda camerino de Marlena para que vea un anuncio de un caballo acróbata blanco. Marlena necesita otro porque doce caballos son más espectaculares que diez, y de eso es de lo que se trata. Además, Marlena cree que Boaz se está empezando a deprimir por quedarse solo en el establo mientras los demás actúan. Eso es lo que dice August, pero yo creo que me está rehabilitando en sus favores después del arrebato de la cantina. O eso o es que August ha decidido tener a sus amigos cerca y a sus enemigos más cerca todavía.
Estoy sentado en una silla plegable con el Billboard en el regazo y una botella de zarzaparrilla en la mano. Marlena se da los últimos retoques a la ropa delante del espejo y yo intento no mirarla abiertamente. La única vez que nuestros ojos se encuentran a través del espejo, contengo la respiración, ella se ruboriza y los dos miramos para otro lado.
August, ajeno a todo, se abrocha los botones del chaleco y charla animado, cuando Tío Al cruza la cortina de entrada.
Marlena se vuelve, ofendida.
—Eh, ¿no te han dicho que hay que llamar antes de irrumpir en el aposento de una señora?
Tío Al no le hace el menor caso. Se dirige directamente a August y le hinca un dedo en el pecho.
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Agua para Elefantes
RomantizmEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...