CONTINUACIÓN

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Tío Al es un buitre, un ave rapaz, un carroñero. Hace quince años era el propietario de un espectáculo ambulante: un grupo zarrapastroso de artistas devorados por la pelagra que arrastraban de pueblo en pueblo en desdichados caballos con infecciones en los cascos.

En agosto de 1928, sin que tuviera nada que ver el desastre de Wall Street, El Espectáculo Más Deslumbrante del Mundo de los Hermanos Benzini se vino abajo. Sencillamente se quedaron sin dinero y no pudieron dar el salto a la siguiente plaza, y menos aún volver a sus cuarteles de invierno. El director gerente se escapó de la ciudad en tren, abandonándolo todo: gente, equipamiento y animales.

Tío Al tuvo la buena suerte de andar cerca y pudo comprar un vagón de literas y dos vagones de plataforma por un precio de risa a los gestores del ferrocarril, que estaban desesperados por quitárselos de las vías muertas. Los dos vagones de plataforma tenían capacidad suficiente para acarrear sus decrépitos carromatos y, como el convoy ya ostentaba el rótulo de EL ESPECTÁCULO MÁS DESLUMBRANTE DEL MUNDO DE LOS HERMANOS BENZINI, Alan Bunkel mantuvo el nombre y se incorporó oficialmente a las filas de los circos en tren.

Cuando llegó el Crack, los circos más grandes empezaron a decaer y Tío Al apenas podía creer la suerte que había tenido. Los primeros fueron el de los Hermanos Gentry y el de Buck Jones en 1929. El año siguiente vio el final del de los Hermanos Cole, el de los Hermanos Christy y el del poderoso John Robinson. Y cada vez que cerraba un circo, allí estaba Tío Al recogiendo los restos: unos cuantos vagones de tren, un puñado de artistas sin destino, un tigre o un camello. Tenía espías por todas partes. En cuanto un circo mostraba signos de tener problemas, Tío Al recibía un telegrama y salía corriendo.

Creció hasta desbordar sus límites. En Minneapolis se hizo con seis carrozas de desfile y un león desdentado. Eh Ohio, un tragasables y un vagón de plataforma. En Des Moines, una carpa de camerinos, un hipopótamo con su carromato correspondiente y Lucinda la Linda. En Portland, dieciocho caballos de tiro, dos cebras y una herrería. En Seattle, dos vagones de literas y un auténtico fenómeno —una mujer barbuda—, lo que le hizo feliz, porque a Tío Al lo que le gusta por sobre todas las cosas, con lo que sueña por las noches, son los fenómenos. No fenómenos fabricados, como hombres cubiertos de la cabeza a los pies con tatuajes, o mujeres que regurgitan carteras o bombillas a voluntad, o chicas o chicos con pelo de musgo que se meten estacas en las cavidades nasales. Tío Al adora los fenómenos reales. Fenómenos natos. Y ése es el motivo de nuestro cambio de ruta hacia Joliet.

El circo de los Hermanos Fox acaba de hundirse, y Tío Al está en éxtasis porque tenían contratado al mundialmente famoso Charles Mansfield—Livingston, un apuesto y pulero hombre con un gemelo parásito que le sale del pecho. Le llama Chaz. Parece un niño con la cabeza enterrada en el torso del otro. Él le viste con trajes en miniatura, con zapatos de charol negro en los pies, y cuando Charles habla, sostiene sus manos diminutas en la suya. Dice el rumor que el minúsculo pene de Chaz tiene incluso erecciones.

Tío Al está como loco por llegar allí antes de que se le robe alguien. Y por eso, a pesar de que nuestros carteles están pegados por toda Saratoga Springs; a pesar de que se suponía que íbamos a hacer una parada de dos días y se acaban de recibir en la explanada 2.200 barras de pan, 58 kilos de mantequilla, 360 docenas de huevos, 800 kilos de carne, 11 cajas de chucrut, 50 kilos de azúcar, 24 cajas de naranjas, 26 kilos de manteca, 600 kilos de verduras y 212 latas de café; a pesar de las toneladas de heno y nabos y remolachas y otros alimentos para los animales que se amontonan detrás de la carpa de las fieras; a pesar de los cientos de vecinos que están reunidos en este mismo instante en las inmediaciones de la explanada, primero encantados, luego pasmados y ahora cada vez más furiosos; a pesar de todo esto, vamos a desmontar y a marcharnos.

El cocinero está al borde de la apoplejía. El oteador amenaza con despedirse. El jefe de establos está furioso y da órdenes a los desencantados hombres del Escuadrón Volador con una flagrante falta de interés.

Todos los presentes han pasado por esto alguna otra vez. Lo que más les preocupa es que no haya suficiente comida para el viaje de tres días hasta Joliet. El personal de cocina hace todo lo que puede, y se esfuerzan en cargar tanta comida como son capaces en el tren principal y prometen entregar dukeys —al parecer, una especie de cajas de comida— en cuanto tengan ocasión.




Cuando August se entera de que tenemos por delante una excursión de tres días, suelta una sarta de maldiciones, luego pasea de un lado a otro mandando al infierno a Tío Al y se pone a ladrarnos órdenes a los demás. Mientras subimos comida para los animales a bordo del tren, August se va a intentar convencer —y si es necesario, a sobornar— al cocinero para que comparta con nosotros algo de comida para humanos.

Diamond Joe y yo llevamos cubos llenos de menudillos de la parte de atrás de la carpa de las fieras al tren. Los han traído de las granjas de la zona y es algo repugnante, apestoso y sanguinolento. Dejamos los cubos junto a la puertas de los vagones de ganado. Sus ocupantes —camellos, cebras y otros hervíboros— piafan, se revuelven y protestan de mil maneras, pero no les va a quedar más remedio que viajar con la comida porque no hay otro sitio donde dejarla. Los felinos viajan en sus jaulas con ruedas encima de los vagones de plataforma.

Cuando terminamos me voy a buscar a August. Le encuentro detrás de la cocina, cargando una carretilla con las sobras que ha conseguido sacarle al personal a base de ruegos.

—Vamos muy cargados —le digo—. ¿Qué vamos a hacer con el agua?

—Limpia y rellena los cubos. Han llenado el vagón depósito, pero no va a durar tres días. Tendremos que parar por el camino. Tío Al puede que sea un viejo maniático, pero no es tonto. No se le va a jugar con los animales. Si no hay animales, no hay circo. ¿Ya está toda la carne a bordo?

—Toda la que cabe.

—La carne tiene prioridad. Si hay que tirar heno para que quepa, hazlo. Los felinos valen más que los herbívoros.

—Estamos cargados hasta la bandera. A no ser que Kinko y yo durmamos en otro sitio, no queda espacio para nada más.

August hace una pausa mientras tamborilea sobre sus labios fruncidos.

—No —dice por fin—. Marlena no consentiría nunca que metiéramos carne con sus caballos.

Por fin sé cuál es mi puesto. Aunque esté por debajo de los felinos.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora