CONTINUACIÓN

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Esa noche tenemos un llenazo de público: un <<suelo de paja>>, así llamado porque, una vez que se han vendido todos los asientos habituales de las gradas, los peones esparcen paja por la pista de los caballos que rodea las pistas circulares para que se siente el exceso de público.

Tío Al empieza el espectáculo con un minuto de silencio. Agacha la cabeza, llora lágrimas reales y dedica la función a Lucinda, cuya generosidad total y absoluta es la única razón de que podamos continuar ante nuestra gran pérdida. Y vamos a hacer que se sienta orgullosa... Ah, sí, nuestro amor por Lucinda era tal que, a pesar del dolor que nos consume, y forzando nuestros corazones rotos, sacaremos fuerza suficiente para cumplir su último deseo y hacer que se sienta orgullosa. Maravillas como nunca han visto, damas y caballeros, números y artistas llegados de los cuatro puntos cardinales para entretenerles y sorprenderles, acróbatas y malabaristas, y trapecistas del más alto nivel...



Ha transcurrido casi una cuarta parte del espectáculo cuando ella entra en la carpa de las fieras. Siento su presencia antes incluso de oír los murmullos de sorpresa a mi alrededor.

Dejo a Bobo en el suelo de su jaula. Me doy la vuelta y, como esperaba, allí está, preciosa con sus lentejuelas rosas y su tocado de plumas, quitándoles los arneses a los caballos y dejándolos caer al suelo. Sólo Boaz —un caballo árabe negro y seguramente el sustituto de Silver Star— sigue enjaezado, y es evidente que no le hace ninguna gracia.

Me apoyo en la jaula de Bobo, fascinado.

Los caballos, con los que he pasado todas las noches de viaje entre una ciudad y otra y que normalmente parecen caballos corrientes, se han transformado. Resoplan y bufan con los cuellos arqueados y las colas levantadas. Se agrupan en dos formaciones de baile, una blanca y otra negra. Marlena se sitúa frente a ellos, llevando un látigo largo en cada mano. Levanta uno de ellos y lo gira sobre su cabeza. Luego camina de espaldas y los caballos salen de la tienda detrás de ella. Van libres por completo. No llevan arneses, riendas ni cinchas... Nada. Sencillamente le siguen agitando las cabezas y levantando las patas como Saddlebreds.

Nunca he visto su número —los que trabajamos detrás no tenemos tiempo para permitirnos ese lujo—, pero en esta ocasión nada podría impedírmelo. Cierro bien la puerta de Bobo y me cuelo por la de comunicación, el pasadizo de lona sin techo que une la tienda de las fieras con la gran carpa. El vendedor de entradas de la otra carpa me mira rápidamente y, cuando ve que no soy un poli, vuelve a concentrarse en su negocio. El bolsillo, repleto de dinero, le tintinea. Me coloco junto a él y miro hacia el extremo de la carpa, al otro lado de las tres pistas circulares.

Tío Al la anuncia y ella hace su entrada. Gira levantando dos látigos por el aire. Hace restallar uno de ellos y da unos pasos hacia atrás. Los dos grupos de caballos se arremolinan alrededor de ella.

Marlena camina con calma hasta la pista central y ellos la siguen, levantando las patas, como vistosas nubes blancas y negras.

Una vez en el centro de la pista, agita el aire delicadamente. Los caballos trotan alrededor de la pista: los cinco blancos seguidos de los cinco negros. Después de dos vueltas completas, Marlena sacude el látigo. Los caballos negros aprietan el paso hasta que cada uno de ellos está al lado de uno blanco. Otro movimiento y se ponen en fila, de manera que ahora se alternan los caballos blancos y negros.

Ella, con sus lentejuelas rosas brillando bajo las luces refulgentes, apenas se mueve. Sus pasos describen un pequeño círculo en el centro de la pista y sacude los látigos en una sucesión de señales.

Los caballos siguen dando vueltas, los blancos adelantando a los negros y los negros adelantando a los blancos, dando como resultado final que los colores siempre se alternen.

Ella da una voz y todos se paran. Marlena dice algo más y los animales se giran hacia afuera y suben los cascos delanteros al anillo de la pista. Se ponen a andar de lado, con las patas subidas en el borde y las colas hacia Marlena. Así describen una vuelta completa hasta que ella los hace detenerse. Se bajan y dan la vuelta para mirarla. Ella llama a Midnight.

Es un ejemplar negro, todo fuego árabe con un rombo blanco perfecto en la testuz. Ella le habla, agarrando los dos látigos con una mano y ofreciéndole la palma de la otra. El caballo aplica su morro contra ella con el cuello arqueado y las aletas de la nariz abiertas.

Marlena retrocede y alza un látigo. Los otros caballos observan danzando en su sitio. Levanta el otro látigo y agita la punta adelante y atrás. Midnight se yergue sobre las patas de atrás con las manos dobladas delante del pecho. Ella grita algo —es la primera vez que levanta la voz— y retrocede. El caballo la sigue sobre las patas traseras y arañando el aire con las delanteras. Le hace recorrer de pie todo el perímetro de la pista. Luego le hace un gesto para que baje. El látigo dibuja otro críptico círculo y Midnight saluda, inclinándose con una pata delantera doblada y la otra estirada. Marlena hace una profunda reverencia y el público se vuelve loco. Con Midnight todavía saludando, levanta ambos látigos y los agita. El resto de los caballos trazan piruetas sin moverse del sitio.

Más vítores, más halagos. Marlena estira los brazos por el aire y se gira para conceder a cada parte del público la ocasión de adorarla. Luego se acerca a Midnight y se sube con cuidado a su grupa reclinada. El caballo se levanta, encorva el cuello y se lleva a Marlena de la carpa. Los demás caballos les siguen, agrupados otra vez por colores, arrimándose unos a otros para no alejarse mucho de su ama.

El corazón me late tan fuerte que oigo el fluir de la sangre en mis oídos a pesar de los gritos de la gente. Estoy tan lleno de amor que se me desborda, que estallo.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora