CONTINUACIÓN

482 15 0
                                    

-¡Es un escándalo! -dice McGuinty inclinándose hacia Norma ahora que sabe que cuenta con el apoyo popular-. ¡No sé por qué voy a tener que soportar que me llamen mentiroso!
-Y viejo mamarracho -le acuerdo.
-¡Señor Jankowski! -exclama la chica negra levantando la voz. Se pone detrás de mí y quita los frenos a mi silla de ruedas-. Me parece que tal vez debería pasar algún tiempo en su habitación. Hasta que se tranquilice.
-¡Espere un momento! -grito mientras me aleja de la mesa y me empuja hacia la puerta-. No necesito tranquilizarme. ¡Y además, no he comido!
-Le llevaré su cena -me dice desde atrás.
-¡No quiero cenar en mi cuarto! ¡Vuelva a llevarme al comedor! ¡No me puede hacer esto!
Pero parece que sí puede. Me empuja por el pasillo a la velocidad de la luz y gira bruscamente en mi habitación. Tira de los frenos con tanta fuerza que la silla entera tiembla.
-Voy a volver -digo mientras ella levanta los reposapiés.
-Ni se le ocurra hacer tal cosa-dice colocándome los pies en el suelo.
-¡No es justo! -digo elevando la voz hasta convertirla en un lamento-. Llevo toda la vida sentándome a esa mesa. Él sólo lleva aquí tres semanas. ¿Por qué se pone todo mundo de su lado?
-Nadie se pone del lado de nadie-se inclina hacia delante y coloca su hombro debajo del mío. Cuando me levanta, mi cabeza descansa muy cerca de la suya. Tiene el cabello desrizado con productos químicos y huele a flores. Al dejarme sentado en el borde de la cama los ojos me quedan justo a la altura de su pecho rosa pálido. Y de la chapa con su nombre.
-Rosemary -digo.
-¿Sí, señor Jankowski? -dice ella.
-Él está mintiendo, ¿sabe?
-Eso yo no lo sé. Y usted tampoco.
-Pero yo sí que lo sé. Yo estuve en el circo.
Parpadea irritada.
-¿Qué quiere decir?
Dudo y me lo pienso mejor.
-No tiene importancia -digo.
-¿Trabajó usted en un circo?
-Ya le he dicho que no tiene importancia.
Durante un instante hay un silencio incómodo.
-El señor McGuinty podría haber resultado gravemente herido, ¿sabe? -dice colocándome las piernas. Trabaja deprisa, con eficacia, pero sin llegar a resultar mecánica.
-No lo creo. Los abogados son indestructibles.
Se me queda mirando un buen rato, observándome a mí como persona real. Por un momento me parece percibir en ella un resquicio. Luego vuelve a ponerse en marcha.
-¿Le llevará su familia al circo este fin de semana?
-Sí, sí -digo con cierto orgullo-. Viene alguien todos los domingos. Como un reloj.
Desdobla una manta y me la coloca sobre las piernas.
-¿Quiere que le traiga la cena?
-No -digo.
Hay un silencio tenso. Me doy cuenta de que debería haber añadido <<gracias>>, pero ya es demasiado tarde.
-De acuerdo entonces -dice-. Volveré dentro de un rato a ver si necesita algo.
Ya. Sí, claro. Eso es lo que dicen siempre.

Pero, mira tú por dónde, aquí está.
-Esto no se lo cuente a nadie-dice mientras abre mi mesita plegable y me la pone sobre las piernas. Coloca en ella una servilleta de papel, un tenedor de plástico y un bol de fruta que tiene una pinta realmente apetitosa, con fresas, melón y manzana -. La había traído para cenar. Estoy a dieta. ¿Le gusta la fruta, señor Jankowski?
Le contestaría, pero tengo la mano delante de la boca y estoy temblando. Manzana, por el amor de Dios. Me da una palmada en la otra mano y sale del cuarto ignorando discretamente mis lágrimas.
Me meto un trozo de manzana en la boca y saboreo sus jugos. La lámpara fluorescente del techo arroja su áspera luz sobre mis dedos nudosos, que sacan trozos de fruta del bol. Me parecen de otro. Desde luego no pueden ser míos.
La edad es una ladrona implacable. Justo cuando empiezas a tomar el pulso a la vida te arranca la fuerza de las piernas y te encorva la espalda. Produce dolores y enturbia la cabeza y silenciosamente infesta a tu mujer de cáncer.
Metastásico, dijo el médico. Cuestión de semanas o meses. Pero mi amada era frágil como un pájaro. Murió nueve días más tarde. Después de sesenta y un años juntos, sencillamente agarró mi mano y expiró.
Aunque hay veces que daría cualquier cosa por tenerla aquí de nuevo, me alegra de que se fuera la primera. Perderla fue como si me partieran por la mitad. Ése fue el momento en que todo acabó para mí, y no me habría gustado que ella hubiera pasado por esa situación. Ser el que sobrevive es una cagada.
Antes pensaba que prefería envejecer a la alternativa, pero ahora no estoy tan seguro. A veces la monotonía del bingo, los karaokes y los ancianos polvorientos aparcados en el pasillo en sus sillas de ruedas me hacen desear la muerte. Sobre todo cuando recuerdo que yo soy uno de los ancianos polvorientos archivado como una especie de trasto inservible.
Pero no hay nada que hacer. Lo único que puedo hacer es pasar el rato hasta que llegue lo inevitable, observando cómo los fantasmas de mi pasado deambulan por mi presente inane. Se mueven a sus anchas y se sienten como en su casa, básicamente porque no tienen competencia. He dejado de luchar contra ellos.
En este mismo momento están haciendo no que quieren.
Poneos cómodos, chicos. Quedaos un rato. Oh, lo siento... Veo que ya lo habéis hecho.
Malditos fantasmas.

Agua para ElefantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora