—No me llamo Rosie. Me llamo Rosemary. Ya lo sabe, señor Jankowski.
Recupero la consciencia de golpe, parpadeo bajo el inconfundible resplandor de las lámparas fluorescentes.
—¿Eh? ¿Qué? —la voz me sale aguda, aflautada.
Una mujer negra se inclina sobre mí y me pone algo alrededor de las piernas. Su pelo es suave y huele bien.
—Hace un instante me ha llamado Rosie. Me llamo Rosemary —dice enderezándose—. Bueno, ¿no está mucho mejor así?
La miro fijamente. Oh, Dios. Es verdad. Soy viejo. Y estoy en la cama. Un momento... ¿La he llamado Rosie?
—¿Estaba hablando? ¿En voz alta?
Ella se ríe.
—Desde luego que sí. Sí, señor Jankowski. No ha parado de hablar desde que salimos del comedor. Me ha calentado las orejas.
Me pongo rojo. Miro las manos engarfiadas de mi regazo. Sólo Dios sabe lo que habré dicho. Yo sólo sé lo que estaba pensando, y eso si lo pienso... hasta que me he encontrado aquí cuando creía que estaba allá.
—Bueno, ¿qué le pasa? —dice Rosemary.
—¿He dicho...? ¿He dicho algo... ya sabes..., embarazoso?
—¡No, por Dios! No entiendo por qué no se lo ha dicho a los otros, con esto de que van al circo y demás. Apostaría a que nunca se lo ha comentado, ¿a que no?
Rosemary me mira expectante. Luego frunce el ceño. Acerca una silla y se sienta a mi lado.
—No se acuerda de lo que me ha contado, ¿verdad? —pregunta dulcemente.
Niego con la cabeza.
Me agarra ambas manos con las suyas. Son cálidas y de carnes firmes.
—No ha dicho nada de lo que tenga que avergonzarse, señor Jankowski. Es usted todo un caballero y me siento muy honrada de conocerle.
Los ojos se me llenan de lágrimas y bajo la cabeza para que no me vea.
—Señor Jankowski...
—No quiero hablar de eso.
—¿Del circo?
—No. De... Ah, maldita sea, ¿no lo entiende? Ni siquiera era consciente de lo que estaba hablando. Es el principio del fin. Ahora sólo queda de ir de mal en peor, y no me quedan muchos sitios a dónde ir. Pero tenía la esperanza de poder confiar en mi cerebro. Tenía esa esperanza.
—Todavía puede confiar en su cerebro, señor Jankowski. Está usted completamente lúcido.
Nos quedamos en silencio un minuto.
—Tengo miedo, Rosemary.
—¿Quiere que hable con la doctora Rashid? —me pregunta.
Asiento con la cabeza. Una lágrima cae de mi ojo a mi regazo. Abro mucho los ojos con la esperanza de contener el resto.
—No tiene que estar arreglado para salir hasta dentro de una hora. ¿Quiere descansar un poco mientras?
Vuelvo a asentir. Me da una última palmadita en la mano, baja la cabecera de la cama y sale de la habitación. Me quedo tumbado boca arriba, oyendo el zumbido de las lámparas y mirando fijamente las losetas cuadradas del falso techo. Un paisaje de palomitas prensadas, de galletas de arroz sin sabor.
Si soy completamente sincero conmigo mismo, ya ha habido indicios de que estoy en decadencia.
La semana pasada, cuando vino mi gente, no les reconocí. Pero simulé que sí, y cuando empezaron a acercarse y me di cuenta de que venían a verme a mí, sonreí y dije todas las frases tranquilizadoras, los <<oh, sí>> y los <<fíjate>> que constituyen mi aportación a la conversación en estos días. Creía que todo iba bien hasta que una expresión peculiar cruzó la cara de la mujer. Una expresión horrorizada, con la frente arrugada y la mandíbula un tanto caída. Recordé rápidamente los últimos minutos de conversación y me di cuenta de que había dicho algo mal, justo lo contrario de lo que tenía que haber dicho, y me sentí fatal, porque Isabelle no me cae mal. Es sólo que no la conozco, y por eso me estaba costando tanto prestar atención a los detalles de su desastroso recital de baile.
Pero entonces, la tal Isabelle se volvió y río, y en aquel momento vi a mi esposa. Eso me puso triste, y aquellas personas que no reconocía intercambiaron miradas furtivas y al poco rato anunciaron que se tenían que ir porque el abuelo necesitaba descansar. Me dieron palmaditas en la mano y remetieron los bordes de la manta por detrás de mis rodillas y se marcharon. Volvieron al mundo y me dejaron aquí. Y hasta la fecha no he conseguido saber quiénes eran.
Conozco a mis hijos, que nadie se equivoque, pero éstos son los hijos de mis hijos, y también los hijos de éstos, y puede que los de estos últimos también. ¿Les susurré a sus caritas de bebés? ¿Les monté a caballito en las rodillas? Tuve tres hijos y dos hijas, una familia numerosa, la verdad, y ninguno de ellos se reprimió precisamente. Multiplica cinco por cuatro, y otra vez por cinco, y no es de extrañar que haya olvidado dónde encajan algunos de ellos. Tampoco ayuda que se turnen para venir a verme por que, aunque logre retener a un grupo en la memoria, puede que no vuelvan por aquí hasta dentro de ocho o nueve meses, tiempo durante el cual ya he olvidado todo lo que debería recordar.
Pero lo que ha pasado hoy es completamente distinto y mucho, mucho más aterrador.
Por los clavos de Cristo, ¿qué habré dicho?
Cierro los ojos y rebusco en los rincones más ocultos de mi memoria. Ya no están tan claramente definidos. Mi cerebro es como un universo evanescente cuyos gases se van haciendo más y más ligeros en los bordes. Pero no se disuelve en la nada. Tengo la sensación de que hay algo más allá, que escapa a mi percepción, flotando, esperando... Y que Dios me ayude si no me estoy deslizando otra vez hacia ello ahora mismo, con la boca abierta de par en par.
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Agua para Elefantes
Любовные романыEn los difíciles años treinta Jacob lo ha perdido todo: familia, amigos, futuro... y decide enrolarse como veterinario en un circo ambulante. Envueltos por el fascinante espectáculo de los Benzini transcurren años de penuria en los que Jacob también...